Estoy enganchada a una serie de detectives. En un momento en que me encontraba libre de ataduras audiovisuales, C me habló de ella, caí de cabeza y ahí sigo. La inteligencia que el protagonista aplica a su trabajo es deslumbrante y, como la luz resulta molesta, gran parte de sus problemas tienen origen ahí. El resto, como los de otros compañeros de ficción a los que tanto hemos querido, nacen de ese punto de incompetencia emocional que los hace vulnerables. Cuando mi héroe emplea sus cualidades en defender a quienes tienen una posición desfavorecida, me derrite. Mis neuronas espejo se despiertan y admiro lo admirable, se enciende la compasión y me instalo confortada en el lado bueno, así, tan fácil.

Es curiosa la ficción. Activa una capacidad de comprensión que una vez te levantas desaparece. ¿Cuántas horas dedico a lo largo del año a la ficción en cualquiera de sus formatos? Hasta ahora, no me había preocupado.

Les cuento esto porque el otro día, que habíamos quedado I, MJ y yo para picar algo y ponernos al día y llevábamos un rato hablando, vimos que el camarero, a la altura de nuestra mesa, hablaba con un ¿mendigo?, ¿transeúnte? y le pedía educadamente que abandonara el local, lo que el interpelado hizo al momento. No podía quitar los ojos y me quedé en suspenso hasta que me sorprendí pensando que probablemente yo habría hecho lo mismo. Luego me vino aquello de que no hay que darles nada, que ya hay instituciones, que además hay mafias y no digo que no, pero, de hecho, sigo en borrador, me está costando y no porque esperara otra reacción por mi parte. Tengo la sensación de haber externalizado una responsabilidad. ¿Pago mis impuestos sería una respuesta adecuada? No sé. Ya ven qué poquica cosa somos.