La última víctima del bocaranismo genético de la izquierda intelectual y guay ha sido Alberto Garzón, que en tiempos cavó –junto con otros y otras– la fosa en la que ahora ha caído tras aceptar una oferta de una empresa de Pepiño Blanco y rechazando la oferta después al ver el revuelo no solo en la derecha sino en sus propias filas. La izquierda intelectual –mucha, no toda, hija de papá o bien asegurados sus puestos entre el funcionariado– tiene por manía fijar los listones morales para los demás y luego pasa lo que pasa, que alguno o alguna al abandonar la actividad pública se da de morros contra su propio listón o el que pusieron sus filas.

Vaya por delante que para servidor está lejos que Garzón fuese a entrar en esa empresa de 30 trabajadores con casos que hemos visto de eléctricas, bancos, gasísticas o telefónicas, pero no es menos cierto que él también formó parte de ese coro de estupendos y estupendas que poco menos que te compara ser de izquierdas con chupar formica, vajilla de duralex y sueldo lo justo para llegar a fin de mes y una semana de vacaciones y punto. Como si lo importante fuera lo que tienes –o incluso dices– y no lo que haces. A mí personalmente me puede parecer un gran izquierdista cualquiera que haga política de izquierdas, que firme leyes de izquierdas, que vote decretos de izquierdas y, aunque agradezca que no haga una cosa y diga la otra, eso sí, así tenga en el banco 1.500 euros o tres millones.

Es una historia vieja, que alimenta la derecha, pero que alimenta aún más si cabe la izquierda. Y que no sirve más que para infringirse daño a sí misma, cuando para hacer políticas de izquierdas, progresistas, etc, no sobra nadie y todo el mundo tendría que ser bienvenido. ¿Que no viene de 23 generaciones de mineros asturianos o ferroviarios de la Ribera? Pues no viene, qué cojones, ni falta que hace. Toda la vida igual, autosaboteándose.