Antes, incluso antes de que la sangre de los anuncios fuera azul, como era tabú, no había que tener mucha información hasta que no resultara imprescindible. Cada época sanciona unos usos para tapar las evidencias y va y funcionan. De la regla no había que hablar, no era necesario que se enterara nadie.

La norma no era plenamente eficaz porque había hermanas, vecinas, amigas y compañeras y cada una contaba su experiencia, más o menos expansiva, solemne, disparatada, circunspecta, tranquila, miedosa o evitativa, pero aquello quedaba entre iguales. Respecto al resto, te bajaba y pasaba algo más allá de que te bajara y había muchas cosas no dichas pero intuidas y mezcladas. Muchas recordarán la previsión o el remedio del jersey atado a la cintura. 

Una mancha de sangre en la ropa es un contratiempo que todas hemos experimentado o temido. Es impredecible, no va a ir a menos y te convierte en imán de todas las miradas. Todo el mundo sabrá que estás con la regla. ¿Y? Esta es una pregunta para pensar. La respuesta la tienen muy clara esas adolescentes, una de cada seis, que alguna vez ha faltado a clase por no disponer de tampones, compresas, copas o bragas menstruales. Se le llama pobreza menstrual y limita la libertad de movimientos de chicas y mujeres, su acceso a la vida normal, a los escenarios habituales. El término visibiliza algo que de otra manera sería difícil de identificar, pero a nadie se le escapa que esta pobreza va unida a otras y que esas chicas no viven en un país en desarrollo, viven aquí y faltan a clase porque son chicas y porque son pobres. Cuesta aceptarlo. La regla ya no es el tabú que era antes, la pobreza lo sigue siendo.