Estamos asistiendo en la presente temporada ciclista a una sucesión casi continua de caídas en muchas carreras que, amén de a corredores con menos nombre, se han llevado por delante piel y huesos y semanas de competición de estrellas como Van Aert, Evenepoel, Vingegaard o Roglic. Otros, como Jay Vine, lidian con roturas cervicales sin al parecer y por fortuna daño neurológico. La Vuelta al País Vasco está siendo severa en este caso, pero ya es una dinámica de hace unos años y algunos corredores en activo y excorredores apuntan a un factor que yo al menos sí veo muy distinto a hace unos años o décadas: la velocidad a la que se encaran los kilómetros finales, la tensión y la pelea a veces sin medida ni casi reglas propias por el espacio. Es evidente que en caídas puntuales hay factores como pueden ser despistes, mala señalización, materiales diferentes o menos seguros, simple fortuna o, como puede ser en el caso de la caída múltiple del jueves, una carretera muy botona afectada por raíces. Pero a nada que uno contemple suficientes pruebas ve muchas veces con espanto cómo se encaran determinadas llegadas, partes previas a puertos o puntos clave, porque la tensión con la que ruedan 70 u 80 corredores de una potencia enorme es inmensa. De hecho, el pensamiento que se produce cuando ves que no ha pasado nada es que el destino no ha querido hacer sangre, porque muchos juegan con fuego metiendo rueda, manillar y codos. Eso y la propia velocidad, que ha convertido muchas pruebas en minutos y minutos por encima de 50 de media y con picos de 60 y 70 no precisamente en grandes descensos. Pello Bilbao lo explica bien: “entramos demasiado rápido en esa curva -la de la caída del jueves- y esto nos tiene que hacer reflexionar a los propios ciclistas, que somos los que creamos el peligro”. Bien está que una voz desde dentro pida cambios y algo de mesura al pelotón.