¡Ah, de cuántas preocupaciones me libró aquel pozal metálico que teníamos en la recocina para depositar residuos de comida! Había en casa otros iguales, usados para ordeñar y demás menesteres domésticos, pero mi gratitud infantil prefería este, por ser cómplice de una fechoría que yo solía cometer cuando ponían habas, caracoles o potas para comer: entre el fuerte ruido de cubiertos y voces de comensales desprevenidos, envolvía, con papel de periódico doblado, mi ración asignada, la guardaba en el bolsillo del pantalón corto, y, a la hora de levantar la mesa, la escondía en el pozal para calderada de los cutos.

Tales recipientes de asa curva se compraban a gitanos y hojalateros que, junto con tratantes, acudían a la feria de ganado, y, cuando se estropeaban por el uso, no se desperdiciaba ningún componente, pues la base circular hacía de redoncho, y el asa curva, enderezada a fuego de fragua, servía de guía y freno de mi mejor juguete para rodar por las dos plazas de Lumbier.

Con el cambio social y el desarrollo de la industria se confeccionaron, para ser colocados en la calle, unos contenedores de plástico sólido, difícil de doblar, cuyo empleo exigía del usuario demasiada minuciosidad a la hora de depositar los deshechos, con criterio selectivo, para ser reutilizados después, en forma de un nuevo producto. Lo cual levantó mucha polémica imposible de evitar pues cada ejemplar se convertía en un totum revolutum de cosas heterogéneas.

Los últimos modelos electrónicos también han suscitado controversias entre los mayores, pues a más de uno se le han caído las llaves dentro por sujetar, al mismo tiempo, bolsa y llavero, sin tener en su mente senescente la presión manual de ambas cosas.

De todos modos, los contenedores no solo desempeñan su función específica, sino también la de defensa en disturbios callejeros, o la de asilo de recién nacidos no deseados que, antes, se abandonaban a pie de un establecimiento de beneficencia con el fin de que las monjitas se hicieran cargo del neonato de madre soltera repudiada por la sociedad, al que las religiosas le daban el sobrenombre de bienaparecido.