Nicaragua, Nicaraguita... así comenzaba la estrofa de la canción convertida en símbolo de la Revolución Sandinista, y popularizada en todo el mundo con la interpretación de Carlos Mejia Godoy. Una melodía hoy prohibida en el país que le vió nacer, al igual que su proscrito intérprete, una melodía que suena diferente a un himno militar, que no se acompaña de tambores, ni trompetas, sino del acordeón, y que hace guiños al amor, cuando habla de la flora más linda de mi querer abonada con la bendita, Nicaraguita Sangre de Diriangen.

Una revolución, la sandinista, que entonaba en sus inicios, una música distinta a los ecos postreros que llegaban de la Revolución de Octubre, o la más cercana de Cuba, sucumbidas en el maremágnum de una burocracia que lo paralizaba todo, y un pensamiento único que encerraba las nuevas ideas en una urna de cristal, reproduciendo los viejos sistemas de dominación. La revolución sandinista, adorada por su frescura y la candidez del pueblo nicaraguense, concitó el entusiasmo y las esperanzas de gentes progresistas de Europa Occidental, era el último refugio para aquellos que miraban con mala cara al sistema capitalista, y saltó como un volcán, apagado durante 40 años de dominación somocista, dictador al que Franklin Delano Roosevelt le definió como un hijo de puta, para apostillarlo como nuestro hijo de puta. Allí nos enrolamos gentes de diversos países de Europa, Latinoamérica y la América del Norte, para palpar in situ, los efluvios de una revolución apoyada por la inmensa mayoría del pueblo, que siguió ciegamente el camino marcado por la Dirección Nacional del FSLN, clamando por todos los rincones, “dirección nacional ordene”, con ello se daba entrada al posterior nepotismo que disolvió la revolución como un azucarillo. Allí nos acercamos a la figura de Sandino y Carlos Fonseca como padres de la Revolución Sandinista, y mártires en la lucha por la independencia de Nicaragua, contra el imperialismo yanqui. Nos encontramos con un país de latifundistas, sin una clase media, más que el funcionario, y un campesinado paulatinamente empobrecido por la avaricia de los oligopolios. Cumplido un año de la revolución, con el corazón del pueblo todavía en un pálpito, mi estancia en un poblado del Departamento de Rivas, llamado Barrionuevo, y no es coña, me enseñó algunas cosas, como que la pobreza no está reñida con la felicidad. La gente que conocí era feliz dentro de las estrecheces, no envidiaban la vida de más trabajo y más consumo de Occidente, ni el acopio de bienes materiales. Conseguí que se despojaran de su rutina gastronómica de fríjoles y arroz, con los usos diversos del tomate y la patata que empezaban a cultivar. Advertí del nomadismo de los hombres, hoy aquí y mañana allá, y también de su machismo pronunciado, con sus continuas peleas en las noches festivas a costa de las mujeres, mientras éstas criaban y cuidaban de la familia, y eran menos refractarias a los cambios. Me avergoncé de mi torpeza cortando caña, superado por los alevines del poblado, siendo objeto de sus risas, pero me sentí importante realizando patrullaje por las noches, acompañando al sandinista del lugar, protegidos por una escopeta oxidada para hacer frente a la Contra que no aparecía por ningún lado, y una linterna inservible comparada con las luciérnagas y la luna ascendente que alumbraban nuestros paseos en silencio. Admiré el talante de los nicas, pacientes cuando no aparecía el alcohol, incluso su impuntualidad para no dejarse atropellar por el tiempo, del que no formaba parte el stress, el gran desconocido por aquellos lares, era como el mar en calma, hasta que llegaba la tormenta en forma de empinar el codo. Esta corta experiencia se me ha clavado en la retina para siempre, y a ella acudo cuando me siento atosigado por nimiedades propias del desarrollo, es mi terapia, mi psiquiatra. Pero que ha sido de tí, mi estimada Nicaragua, cuyo resplandor nacido de las entrañas de la revolución Sandinista, ha sido sustituído por la oscuridad de las noches sin luna, donde sus mejores hombres y mujeres han sido perseguidos con mala gaita, sus plumas más brillantes, como Sergio Ramirez y Gioconda Belli viajando hacia el exilio, otros, como el comandante de la revolución, Hugo Torres, o la comandante Dora Téllez, encarcelados por mantener viva la llama que un día les arribó al poder a los Ortega y Murillo, actuales dictadores discípulos de Putin, que arrastran su vergüenza en la soledad del poder, abandonados por todos sus compañeros de armas de la Dirección Nacional, a excepción de Bayardo Arce, e incluído su hermano Humberto, huído a Costa Rica por reclamar la libertad de los presos políticos. Autócratas sin memoria que olvidando la Reforma Agraria prometida, paralizan el reparto de las tierras y despeñan al campesinado por el desfiladero de la pobreza, esos que empujaron a la revolución para derrocar a Somoza. Autócratas seducidos por el poder y la riqueza, mantenidos por la burocracia del Estado (funcionarios y ejército), y los oligopolios, temerosos de perderlo todo y que se aferran a él, reprimiendo las manifestaciones de estudiantes y campesinos a tiro limpio, encarcelando a todos sus adversarios políticos, y cerrando todos los medios que le son críticos, con especial saña sobre la familia Chamorro, candidatos a obtener el favor del pueblo.

Las recientes dimisiones de los representantes de Nicaragua ante la Haya y la OEA, declarando públicamente su renuncia a seguir consolidando una dictadura cada vez más férrea sobre la mayoría de la población, ojalá constituyan una premonición de que Nicaragua bulle, como ya lo hizo en la década de los 70, y al igual que entonces, expulsen a sus mandatarios autócratas del poder, disfrazados de revolucionarios, y viviendo de las rentas de una revolución que ya no les pertenece.

Ahora que se acerca el 43 aniversario de la revolución sandinista, el mundo vive con el mayor de los desvelos, la lucha entre la democracia y la autocracia, como ocurre en Nicaragua, como lo que subyace en la atroz invasión de Ucrania por el Kremlin, que pretenden justificarla en aras de su pretendida seguridad, cuando se trata del país con el mayor número de ojivas nucleares del mundo, cuando provocan la estampida de todos sus vecinos que corren a guarnecerse al cobijo de Occidente, cuando los muertos civiles se cuentan por miles, y los refugiados por millones. No es casual que todos los regímenes autócratas del mundo acudan en auxilio de esta invasión fascista, como se han retratado en la votación de la ONU que ha expulsado a Rusia de la Comisión de Derechos Humanos, y tanto Ortega, como Putin o Bush, éste por sus fechorías en Irak, deben ser juzgados como criminales, es preciso un nuevo juicio de Nuremberg para que las democracias pervivan, ya que en otro caso la espada de Damocles siempre estará presente, y la paz temblará de miedo.