Este es uno de esos muchos artículos que podrían empezar con la frase “Vivimos tiempos extraños para el periodismo.... sino fuera porque tal máxima ya está tan manida y sobada que apenas aporta significado. Al fin y al cabo, ¿qué tiempos no han sido extraños para el periodismo? Sus años iniciales fueron de pruebas, de aprendizajes; su infancia, de censuras; su adolescencia, de protagonismo en revoluciones; su primera madurez, de más censuras y de batallas propagandísticas… y, así, hasta una actualidad donde ya no sabemos si el periodismo vive su vejez, su decrepitud o una lenta agonía apenas mantenida artificialmente.

Lo que sí tengo claro es que estos son, probablemente, los tiempos donde Periodismo (con mayúscula) y Verdad (también con mayúscula) están más alejados que nunca. Y eso hace que sean tiempos auténticamente extraños. Sobre todo porque este distanciamiento no es, por primera vez, culpa del periodismo; lo que ha ocurrido, simplemente (¡y casi nada!), es que ha cambiado radicalmente el concepto de Verdad. Veámoslo.

¿Recuerdan, hace apenas cinco, ocho años, la gran preocupación que nos despertaban las fake news? En aquel momento, la dificultad era saber qué era cierto y qué no; e insistíamos en el fact checking (la comprobación de hechos de toda la vida), el contrastar la información, buscar fuentes diversas… Si una noticia era falsa, decíamos, saldrá sólo en medios de poca fiabilidad; no tendrá soporte de fuentes de vídeo o audio solventes; las fotos no estarán directamente relacionadas con lo publicado; y un largo etcétera de factores de riesgo a conocer, aportando posibles vías de investigación para el lector concienciado, consciente y dispuesto a plantar cara a la mentira.

Frente a las fake news, los periodistas veníamos a decir: “la verdad existe, hace falta que usted se esfuerce un poco para encontrarla”. Una pose de compromiso, pero relativo: reconocíamos nuestros defectos como gremio, pero depositábamos la responsabilidad en el consumidor de los medios. Algo que –dicho sea de paso– era honesto, en la medida en que no pedíamos ningún ejercicio de fe del estilo “confíe en mi profesionalidad y deontología, yo sí le ofrezco material auténtico y no tiene que comprobarlo”.

De otro modo, y mucho más docto, lo expresaba recientemente –en el World Mobile Congress de Barcelona– el profesor Ramón Salaverría, de la Universidad de Navarra: “Cada vez que la tecnología logra una nueva herramienta contra la desinformación, la propia tecnología ofrece nuevas posibilidades a quienes pretenden engañarnos. Ese juego sólo puede romperse introduciendo otra variable: las personas. La única manera de luchar contra la desinformación es que eduquemos a las personas en el consumo de información y en la detección de noticias falsas”.

Con humildad, me permito llevarle la contraria al profesor Salaverría. Porque, en cinco años, hemos pasado del riesgo de las fake news al absoluto peligro del Deep fake. ¿Podemos educar de algún modo a esas personas que él menciona a distinguir fidedignamente la realidad de los productos de la inteligencia artificial? ¿Podemos enseñar a un lector o espectador medio a detectar que el vídeo que ve de cualquier líder político diciendo algo… es, simplemente, resultado de un algoritmo que recrea la voz y la imagen de ese líder, pero que no es verdad? Sinceramente: lo veo imposible.

Muy pocos expertos pueden saber si una imagen es real o es fruto de la IA. Muy pocos. Me parece difícil depositar en el ciudadano medio la responsabilidad de hacerlo, por mucho que se le haya “educado”, siguiendo las palabras de Salaverría. Ante un vídeo generado artificialmente, absolutamente verosímil, perfecto técnicamente… ¿qué buscamos para contrastar? Un montaje fotográfico puede detectarse por las sombras mal aplicadas, o por localizar la imagen original; un sonido manipulado puede contrastarse con el sonido original, que estará por ahí y se podrá buscar; pero… ¿con qué confrontar un material Deep fake? No veo opción.

Solo se me ocurre que el lector, oyente u espectador, incapaz de encontrar una Verdad con la que contrastar ese material presuntamente fake, tenga la suficiente “sangre fría”, “educación” y “conciencia” como para buscar el medio que originalmente lo haya publicado… y valorar su credibilidad y confianza. Es decir: ante la falta de opciones para encontrar la Verdad, deberá quedarse con su Fe en el medio.

Así pues, se produce la gran paradoja: en el momento en el que la tecnología ha logrado darnos numerosísimas herramientas contra la desinformación y para acercarnos a la Verdad, la propia tecnología nos obliga a abrazarnos únicamente a nuestra Fe para creer o no creer en lo que vemos. La tecnología ha dejado de demostrar la Verdad y se ha convertido en creadora de una falsa verdad.

Si la ciencia nos permitió salir de las sombras, del mito y del irracionalismo del Medievo, ahora la ciencia ha avanzado tanto que se ha pasado el juego. Y, con ello, el Periodismo del siglo XXI se ha vuelto, de golpe, puramente medieval.