Vivir en contradicción con la razón propia es el estado moral más intolerable. (León Tolstói)

Hay un nuevo y codiciado máster de ética contorsionista en la política de Madrid, que se cotiza al alza, para poder ocupar los mejores puestos en la función pública. Ante el declive y degeneración de la moral, se va infiltrando en parlamentos regionales, Congreso y Senado, vertiendo indelebles borrones sobre el propio consejo de ministros, que se mueve con soltura en el cómodo terreno de una irresponsabilidad democrática cuyas punibles consecuencias carecen de la fuerza, el juicio y las obligaciones que recaen sobre las empresas del país. La paciencia de los ciudadanos decepcionados comienza a ser de finísimo cristal muy fácil de quebrar.

El nacionalsanchismo es una metáfora de una España inmanente que propicia el cambalache, en la que se vive en régimen de permuta política, donde la alternancia espera su turno de oportunismo y corrupción, enmascarado por el poder coercitivo del discurso oficialista, siempre reclamando su botín. La orfebrería que desarrolla el afán de poder utiliza cualquier herramienta que no proceda de la puerta blindada donde se oculta la honestidad. Los ademanes impostados de algunos políticos imitan gestos de la mejor escuela senatorial romana, donde el elogio y el vituperio nada significan, mientras no den sombra a la supremacía de unos intereses que husmean como el cazador la rastrojera. Los miembros de los partidos se contagian de sus idearios por ósmosis, incapaces de aportar voz propia que los regenere. La socialdemocracia se arroga la apropiación del poder y la moral pública, y señala a los proscritos a los que se ha de negar el agua, propiciando un nivel de polarización que está poniendo en conflicto la paz social. El comodín de Franco sigue rentando su plusvalía electoral, y se utiliza contra una derecha, estancada en una tesis de gobierno siempre inacabada, que aletarga a sus votantes y camina torpemente en el camino del progreso social.

En este estado de mediocridad política, el PSOE ha cedido ante la ética, cayendo cautivo de los extremismos y el chantaje, pasando a ser un rehén instrumental, situación que terminará con sus ambiciones fáusticas y su patente de corso. La campaña de las generales, que se presenta a cara de perro y con un previsible y apabullante control mediático, no logrará nublar por completo a la sociedad. La memoria colectiva del dolor que dejó ETA está siendo utilizada por el oportunismo electoral como un cruel palimpsesto, traído de un tiempo aciago, que continúa reviviendo el dolor de las víctimas del terrorismo y mostrando que seguimos sin aprender a clausurar errores y horrores del pasado, utilizándolos como armas arrojadizas; la corta visión española mantiene la vigencia dialéctica de la guerra civil y otros dolorosos anacronismos. Los antídotos intelectuales y la endogamia de secta se perciben en nuestra política nacional, cuajada de promesas escatológicas.

Mientras Sánchez se aferra a la renovación de ofertas, compromisos y reparto de premios, la campaña de Feijóo, hombre aún no encallecido para el cuerpo a cuerpo, se basa en la ideología de un cambio de ciclo, centrándose en poner al PSOE ante el azogue del espejo, esperando que su reflejo caiga sobre una ciudadanía proclive al cambio de voto, ante la imperante decepción generalizada. El socialismo sigue perdiendo fuerza en una España donde la derecha anhela el mando en plaza como una nostalgia del pasado. La manera errática de hacer política mantiene al presidente del gobierno en un “ser o no ser” en estos últimos pasos hacia las urnas.

El hombre es pastor del ser, dice Heidegger; Pedro Sánchez, depredador político, se pastorea sin intelectualidad y sin brújula, en sus maquiavélicos intentos de aferrarse al erótico trono del poder. Un partido sin autocrítica es un partido suicida que, en estos momentos, le está dando el trabajo hecho a una derecha que reclama la propiedad de España y quiere recuperarla, sabiendo que el español es más fanático que ideólogo y que, con un nombre u otro, solo tiende a distinguir entre rojos y legitimistas, que se van alternando dentro de la pobreza ideológica que nos envuelve.

El PP sigue repitiendo sus campañas sositas pero suficientes para los miles de ciudadanos desilusionados de esta legislatura, entregada al maná de los fondos europeos y a las sibilinas promesas y ayudas de una lotería provisional de dudosos premios. Los votantes de la derecha atisban un peligro de extinción de la familia tradicional católica, y ya no escuchan los rituales endogámicos de los mítines de la izquierda. Espera el PP que Sánchez salga de la Historia ante una indiferencia general, carente de connotaciones emotivas, pudiendo proclamar que la legislatura terminó de agonizar atravesada de errores y engolamientos, dejando demasiados trabajos pendientes atribuidos a causas exógenas, como la crisis mundial y la guerra de Putin. Ante la animosidad hacia la política, tan manifiesta en la ciudadanía, el PP incide en el pecado original de las alianzas de Sánchez y de su evidente falta de palabra, intentando echarlo del paraíso y enarbolando la bandera de la honestidad, evitando Feijóo enfrentarse a la presidenta madrileña, con la que exhibe sintonía, mostrando con ello más habilidad que su antecesor, que cayó en la trampa de la fagocitación política. Tenemos un sistema de partidos, con poderes y contrapoderes, en los que la sombra de la cooptación está logrando una nación inmersa en el fraude, denigrando el sistema democrático.

En este “país de Nunca Jamás”, ante la apatía del voto, Sánchez ha puesto en marcha su prodigiosa inmobiliaria social, con avales para la juventud y atractivas medidas de captación dirigidas hacia este prometedor nicho de votos que quiere y precisa asegurar, mientras a los mayores les sacará los martes del vals de la soledad llevándoles al cine por dos euros, esperando lograr las palmas y hosannas del pueblo; como nuevos flautistas de Hamelín no tienen precio. Tras las elecciones, se clausurará este festival en el que pocos verán premiados sus boletos, y, como en El Principito, de Saint-Exupéry, percibiremos, esta vez sin connotaciones poéticas, que “lo esencial es invisible a los ojos”. Vivimos un tiempo escandalosamente abrasivo para la moral y la ética, que difumina la epifanía vocacional del ciudadano para defender la construcción de una democracia europea que tenemos aún sin pulir en nuestro viaje evolutivo a Europa. Debemos romper con la desafección política y con la ignorancia para no perdernos en las tinieblas del entendimiento. En la obra Julio César, de Shakespeare, podemos leer: “la culpa, querido Brutus, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos”.