María Músquiz Yoldi ("con qu, aunque algunos primos lo escriben con ka", a ella le da lo mismo) marca con los nudillos el ritmo del zortziko que tocan los gaiteros en la plaza del Castillo. El termómetro marca más de veinte grados, pero ella no tiene calor: desde que reformaron las cabinas hace un par de años, está fresquita en su metro cuadrado con aire acondicionado. No se agobia. "¿Me das un decimico? Sí. ¿Qué vale, uno cincuenta, no? Sí, uno cincuenta. Así, gracias. A ti". Empezó a vender boletos cuando se afilió a la ONCE hace 28 años y medio pensando: "Estaré hasta que me salga alguna otra cosa". Y ahora está tan a gusto que no cambiaría a nada. Pasó una temporada trabajando en las oficinas, en la sección de juego, pero luego quiso volver a la calle. Disfruta de su puesto: es independiente, le gusta relacionarse con la gente y vende, con una sonrisa, cosas buenas, promesas de ilusiones.

En un bar de Barañáin, Juanma (nombre ficticio) busca una mesa en la terraza. Aunque ya ha anochecido, hace un tiempo agradable para estar afuera. El camarero le sirve un café con leche y hielos: le hará falta para afrontar las más de doce horas de trabajo que tiene por delante. Dice qué él vive al revés: trabaja de noche, duerme de día. Es duro, admite, pero "es lo que hay": necesita combinar su turno en una fábrica con el sector de la limpieza para poder pagar todas las deudas que ha adquirido en su vida. A sus 58 años, tras más de 30 jugando, ha sido capaz de parar: lleva sin apostar desde el 22 de diciembre del 2017. Vive tranquilo: no cambiaría el peor día de ahora con el mejor de antes.

María también tiene que trabajar muchas horas: pasa las mañanas en Conde Oliveto desde las nueve hasta las dos y las tardes, en la plaza del Castillo desde las seis hasta las nueve. Pero no le importan las largas horas porque le gusta hablar con los viandantes que se acercan a comprar un poco de suerte. Dice que los compradores se portan muy bien con ella. Hay algunos que intentan colarle un billete falso, una moneda extranjera, alguna cosa para tratar de engañarla, pero son la minoría. Insiste: "La mayoría de la gente es muy buena". Una chica joven se le acerca: "¡Hola! ¿Dime, perdona? Dos, por favor. ¡Ah! Es que con las mascarillas ahora no nos entendemos la gente. Para ti el más barato que todavía eres estudiante. Toma, así es un euro... Y así. ¡Gracias!" Mientras habla, organiza los boletos y carteles que tiene expuestos: "Establecimiento seguro, aplica procedimiento de prevención ante el covid-19"; "Juega responsablemente"; "Prohibida la venta a autoprohibidos"; "Si juegas tú, jugamos todos".

Juanma empezó a jugar con apenas 20 años. En aquel entonces, acudía al bingo como una forma de pasar el tiempo. También probaba suerte en las máquinas tragaperras: cuando se tomaba unas cañas con sus amigos, jugaba las vueltas. Comenta que veía entrar a grupos de chavales como él, que pasaban un rato y se marchaban. Al poco tiempo, uno de ellos volvía solo. Juanma se daba cuenta de que ese chico tenía problemas. Como él mismo, y lo sabía. Se enganchó. Y terminó gastando todo el dinero que tenía: medio millón de pesetas (unos 3.000 euros). Se arruinó. Acudió la Junta de Extremadura y firmó la autoprohibición: la promesa de que no volvería a jugar. Por avatares de la vida, llegó a Pamplona y rehizo su vida. Durante un tiempo, parecía que había vuelto a tener el control: de vez en cuando apostaba el suelto que llevaba en el bolsillo, un par de sesiones en el bingo al año, pero nada más.

María no tiene números favoritos. "Hay gente muy maniática a la que le gusta el 69, el 13, que acabe en 0, qué se yo". Pero ella recuerda un número en concreto: el 41445. Esa fue la cifra con la que repartió 200 cupones con el gordo el viernes 9 de julio de 1999, en plenos Sanfermines. Empezaron a llamarla medios de comunicación, vinieron a su puesto a entrevistarla... "¡Una publicidad tremenda!", afirma. Ha sido su experiencia más bonita hasta el momento: una chica pagó la hipoteca, otros se lo guardaron, otros compraron una camioneta... Una de las ganadoras era una señora a la que apenas le llegaba la pensión a fin de mes. Y, según María, hubo otra persona que se le acercó y le dijo: "Me hacía falta hasta para comer". Luego se marchó y no lo volvió a ver. A María le regalaron dos cenas: una en el Kaleangora y otra en un restaurante del centro. No tiene claro qué habría hecho si le hubiese tocado a ella: seguramente algún viaje, no sabe a dónde, y el resto lo habría repartido entre su familia y amigos.

Juanma también recuerda los tres números de su suerte. Cuando tenía cuarenta y cuatro años, salía con una mujer. La llevaba todos los días a trabajar en coche. Después de dejarla, iba al bar de enfrente a tomarse un café y metía las vueltas en la máquina tragaperras. Al lado del bar había una sala de juegos con una ruleta en el centro. El día en que entró por primera vez "ni siquiera sabía cómo funcionaba". La mujer que regentaba el local le dijo que ahí no se podía estar sin jugar. "Pues dame cambios". Y le dio un billete de veinte. Esa misma mujer le explicó las bases de la ruleta. Juanma apostó tres euros a los números 0, 19 y 35. Y acertó. Ganó 400 euros en apenas cinco minutos. Esa fue su ruina. A partir de entonces, dejó de tomar su café matutino y acudía a diario a la sala de juegos. Del noveno día en adelante, no volvía a su casa después de la partida: se pasaba la mañana entera jugando. Mentía a su novia. Empezó a faltar al trabajo, pidió la baja, empeñó joyas, le robó a su familia. Volvió a caer. A veces pasaba 24 o 48 horas jugando, sin comer ni dormir. Entraba a los casinos con 3.000 euros y salía sin dinero para comprarse una barra de pan. Soñaba con los números de la ruleta. Recuerda aquellos días llenos de tristeza, angustia, impotencia. "No me quité la vida porque no tenía huevos. Y no soy creyente, pero le pedía ayuda a Dios llorando de rodillas para dejar de jugar".

La estudiante que había comprado el cupón más barato vuelve a acercarse al quiosco: le ha tocado lo jugado. María comprueba el boleto y le devuelve su euro. Explica que la ONCE tiene tres inspectores en esta zona. Al principio, pasaban a vigilarla y comprobar que trabajaba bien, pero ahora ya no suelen hacerlo. "Soy de fiar", afirma orgullosa. Cuando termine su turno de hoy, se irá a cantar a la coral Media Luna. Otros días le gusta ir a misa, al Teatro Gayarre a espectáculos con audiodescripción o simplemente a dar una vuelta con alguna amiga. "No necesito mucho para estar contenta".

Juanma es el responsable de la rama navarra de Jugadores Anónimos. Desde la pandemia, los grupos de apoyo han desaparecido por las restricciones y por falta de gente que se anime a asistir, pero él quiere sacarlo adelante: "A mí me salvó hablar con gente que ha pasado por lo mismo. Solo ellos pueden entenderme realmente". Ahora se centra en pasar 24 horas sin jugar: "solo por hoy". Lleva aguantando en su empeño casi cuatro años. Saca de su bolsillo un mechero amarillo: antes era incapaz de llevar nada del color de la mala suerte. Ahora es un orgulloso recordatorio de que ha pasado un día más sin jugar. Apura los últimos sorbos de su café para marcharse a trabajar. Pide la cuenta y guarda las vueltas en el bolsillo. Hoy no será el día en que vuelva al juego.

"No soy creyente, pero le pedía ayuda a Dios, llorando y de rodillas, para dejar de jugar. Me arruiné"

Miembro de Jugadores Anónimos

"Repartí un Gordo en el 99 en Sanfermines. Una persona me dijo que le hacía falta hasta para comer"

Vendedora de la ONCE