ucho más tarde que cualquiera de sus predecesores y más de dos meses después de su toma de posesión, el presidente norteamericano Joe Biden finalmente habló esta semana a los norteamericanos a través de los medios informativos en su primera rueda de prensa.

Nada de lo que dijo sirvió para imaginar cuáles son sus prioridades políticas y tras una hora de conferencia en que tan solo respondió a diez preguntas, no convenció a propios ni a extraños: los propios se mantuvieron fieles, aunque faltaba la mecha para generar entusiasmo y los extraños encontraron todo tipo de lagunas en sus explicaciones y vieron en los titubeos y ritmo glacial de las respuestas, la prueba de la senilidad que había dominado su campaña electoral.

El expresidente Trump echó leña a la hoguera: fiel a su comportamiento habitual, en declaraciones a la televisión pocas horas más tarde, no perdió tiempo en divulgar su opinión negativa acerca de Biden y esta primera conferencia de prensa.

Semejante conducta por parte de Trump es una auténtica novedad, porque la tradición hasta ahora ha sido que los expresidentes se alejen de la política al abandonar la Casa Blanca, y generalmente no vuelven al ruedo hasta las siguientes elecciones, en apoyo del candidato de su partido.

Es probable que Biden quisiera hablar de sus grandes proyectos para mejorar la infraestructura del país y defender el medio ambiente, pero la conferencia dedicó la mayor parte del tiempo a la inmigración, una cuestión que se ha vuelto tan espinosa a corto como a largo plazo.

Es porque, al alejarse del poder el presidente Trump, surgieron grandes esperanzas entre quienes desean afincarse en Estados Unidos y entre los millones que se hallan ilegalmente en el país.

Para Biden y el Partido Demócrata, deseosos de cultivar una imagen compasiva y magnánima, la situación no les es favorable: decenas de miles de niños han llegado por su cuenta y sin familiares a la frontera y, a diferencia de los adultos que son rechazados, el nuevo gobierno Biden ha decidido mostrarse magnánimo y compasivo.

De poco le ha servido, porque ante el enorme número que ha ido llegando, los ha tenido que instalar en recintos cerrados, donde viven hacinados por falta de espacio y se parecen más a una cárcel que a un asilo infantil.

De forma que, si en la conferencia se barajaron varios temas de política nacional e internacional, la inmigración consumió la mayor parte del tiempo.

Y no era un buen tema para Biden porque, contrariamente a las esperanzas de los millones que residen ilegalmente en el país y de muchos más que quieren llegar aquí, las perspectivas de resolver la situación de unos y abrir las puertas a los otros, no son mucho mejores que durante la presidencia de Donald Trump y sus promesas incumplidas pueden llevar a una rápida decepción entre quienes votaron por él.

En realidad, en cuestiones migratorias -como en tantas otras- Trump era más bocazas que una amenaza para los inmigrantes: deportó a menos residentes indocumentados que el magnánimo Barack Obama y apeló al Congreso para que cumpliera con su obligación de legislar y hallara una fórmula viable para resolver la situación.

Igual a lo ocurrido a sus predecesores, Trump no consiguió resolver el problema y es casi seguro que tampoco lo logre Biden: las leyes no se hacen en la Casa Blanca sino en el Congreso y la piedad y simpatía hacia los inmigrantes acaba donde empieza la opinión de los votantes norteamericanos.

Pocos, o seguramente ninguno, de los legisladores, estaría dispuesto a sacrificar su escaño para defender posiciones impopulares como abrir las puertas a masas de inmigrantes.

El hecho es que hay ahora un enorme influjo de personas que quieren entrar en Estados Unidos, convencidos de que la nueva administración y Congreso, ambos totalmente bajo control del Partido Demócrata, aplicará políticas "progresistas", como fronteras abiertas, amnistía para quienes hoy se hallan ilegalmente en el país y una auténtica bienvenida para los niños que van llegando sin sus familias a las fronteras norteamericanas.

Es evidente en sus camisetas, con el lema de "Biden, déjanos entrar", pero tanto estos aspirantes a entrar como los millones que ya están aquí, pueden llevarse una decepción semejante a las de hace más de 10 años, cuando el gobierno monocolor presidido por Barack Obama, no solamente dejó cerradas las puertas del país, sino que se convirtió en el "jefe de las deportaciones", por la gran cantidad de expulsados

Ahora, como entonces, atender a estos inmigrantes es peligroso electoralmente, porque desde el Partido Republicano salen fácilmente acusaciones que hacen mella en el electorado.

Congreso y Casa Blanca responden a sus intereses electorales: la población negra de Estados Unidos, por ejemplo, con quienes Obama tenía una relación especial, no acostumbra a ver con buenos ojos la llegada de inmigrantes que inclinan hacia abajo la remuneración de trabajos no cualificados. Y los congresistas de todo el país corren el riesgo de perder su reelección si apoyan esta inmigración ilegal pues trae consigo elevados costos sociales.

En realidad, el único presidente que mejoró la situación de los inmigrantes no era demócrata, sino el republicano conservador Ronald Reagan, quien propuso y consiguió una amnistía para quienes ya se hallaban en el país, a cambio de instaurar una política con controles efectivos para frenar la futura inmigración ilegal.

Nunca se pudo llegar a un acuerdo para establecer semejante política y el número de "sin papeles" no ha parado de aumentar hasta superar ahora los diez millones, hasta el punto de que la palabra "amnistía" se ha convertido ahora en algo así como un insulto político capaz de arruinar carreras€y presidencias como la de Biden.