no he conocido personalmente a Eduardo Zaplana, y creo que ni siquiera le he saludado jamás. Lo que sé de él es lo mismo que puede conocer cualquiera. Mi opinión sobre su paso por la política ha sido siempre bastante negativa. Creo que ha representado permanentemente la praxis del bienqueda. Como presidente de la Comunidad Valenciana, lejos de la inspiración liberal que decía tener, se afanó en intervenir en todos los ámbitos económicos, desde los parque eólicos hasta la industria del ocio -el engendro empresarial de Terra Mítica-, pasando por las cajas de ahorro. Como ministro de Trabajo sólo se dedicó a pastelear con los sospechosos habituales, patronal y sindicatos. Una vez vino a Sanfermines y contaban las crónicas que lo hizo en un avión privado, no sé si de la Agencia Tributaria o de algún amigo. Tampoco sé si es el mismo avión con el que acudía a Milán a hacerse los trajes. Al inicio de la legislatura de 2008, un día después de decirle en entrevista radiofónica a Losantos que reivindicaba para sí la noble labor del diputado raso, se marchó a Telefónica. Sí, a la Telefónica de Alierta, el tan deplorable como lisonjeado ejecutivo que cuando abandonó la teleco dejó tras sí más deuda que valor bursátil, el mismo que colocó en ella a urdangarines, bonos, incluso a las mujeres de sus amigos. Sé que a lo mejor es poco caritativo contar estas cosas de alguien que como Zaplana se encuentra en un estado médico casi terminal, pero lo hago para que nadie crea que defenderle ante la criminosa injusticia que está sufriendo es por razón de afinidad. Estamos ante el caso de un paciente cuya vida está en riesgo objetivo, acreditado por la sanidad pública y la principal sociedad científica de hematología, y cuyo cáncer, por afectar al sistema inmunológico, es especialmente sensible a las pautas de cuidados y las condiciones ambientales en las que se encuentre el paciente. Desde un punto de vista clínico no hay duda de que mantener la prisión provisional es ponerle en serio riesgo vital, y también que con ese estado clínico es impensable que nadie se fugue. Y aun así, una juez que atiende al nombre de María Isabel Rodríguez, y cuya jeta me gustaría haber visto publicada en algún medio igual que hemos visto al lívido exministro, le mantiene no ya preso, sino en estado de aislamiento de su familia y de la asistencia religiosa que ha solicitado. Hay políticos de todo signo, desde Compromís y Podemos hasta el propio PP, que han pedido que se atienda una razón humanitaria para decretar la prisión domiciliaria e intentar evitar una muerte que con gran probabilidad llegará en las actuales circunstancias. A la negativa reiterada de la instructora se han sucedido opiniones contrapuestas. Algunos columnistas le acusan abiertamente de estar asesinando a Eduardo Zaplana. Sus compañeros jueces, en emético corporativismo, dicen que la señora es la auténtica víctima de todo esto, que sufre acoso y amenazas, pobre, y que se han sobrepasado “líneas rojas”, expresión más propia de memos que de togados.

En el ordenamiento jurídico de los países anglosajones existe una figura llamada malicious prosecution que podríamos traducir como enjuiciamiento malicioso, y que es un delito que cabe atribuir específicamente a aquellos jueces que abusan notoriamente de sus capacidades jurisdiccionales y las utilizan de acuerdo con motivaciones subjetivas y dolosas. En España el artículo 446 del Código Penal permite acusar a un juez de prevaricación, pero de una manera tan poco factible que, una vez más, franquicia cualquier impunidad. Alguien a quien aprecio escribió que el mayor problema de la justicia española era el garzonismo, esa peste por la que en cada juzgado de instrucción puede anidar un déspota, cuando no un prevaricador, que apelando a la independencia judicial se permite decidir sin límite sobre vidas y haciendas, hacer lo que le da la gana, en tantas ocasiones movido por animadversiones o fanatismos, y cubierto habitualmente por la impunidad de saber que sus pares le defenderán cual logia, hoy por ti y mañana por mí. Hace falta que en España se instaure la figura legal del enjuiciamiento malicioso, y que casos como el de Zaplana o los de cualquier otro que haya sufrido la desviación de poder de un juez puedan apelar a un mecanismo eficaz de defensa de derechos. A ver qué partido lo propone, que yo le voto. Con conocimiento de causa.