Ya hace tiempo que la política española no funciona en los parámetros clásicos de izquierda y derecha, progresistas y reaccionarios, renovadores y conservadores. El hecho de no haber afrontado de manera consistente el problema de la territorialidad dejó en buena parte fallida la tan cacareada modélica transición, de forma que a estas alturas son las reivindicaciones de los nacionalismos periféricos -antes el Plan Ibarretxe, ahora el procés- las que polarizan casi en exclusiva la política en el conjunto del Estado español. Hasta tal punto la definición del Estado indivisible plasmada en la Constitución ha condicionado las pautas estratégicas de los partidos políticos españoles, que ha acabado por concentrar en la unidad de España a formaciones cuyo origen estuvo basado en la confrontación de clase o en el enfrentamiento de ideologías.

Esta polarización identitaria es evidentemente desigual, hasta el punto de que la identidad mayoritaria ha venido considerando que el nacionalismo es fiebre periférica de culturas minoritarias y reivindicaciones egoístas e insolidarias. Pero lo cierto es que el nacionalismo español está tanto o más arraigado que los que corresponderían a las nacionalidades históricas. Un nacionalismo el español tan soberbio, tan visceral, tan agresivo, que ha traspasado el monopolio de los partidos conservadores para convertirse en doctrina básica de formaciones que se suponían de izquierdas como el PSOE.

En ese nuevo escenario político basado en el nacionalismo español tan radical, el conflicto de Cataluña ha resituado de tal forma a los partidos políticos que izquierda y derecha se diluyen en una ambigua frontera a la sombra de la bandera rojigualda. Felipe González, Alfonso Guerra, Rodríguez Ibarra, Manuel Chaves, José Bono, Joaquín Leguina y otros célebres barones del PSOE marcaron el camino para los nuevos adalides de la españolidad socialista. Emiliano García-Page, Javier Lamban y Susana Díaz, recogieron el testigo para salvaguardar el nacionalismo español imponiendo su sospecha ante las supuestas concesiones que el presidente Pedro Sánchez hubiera consentido frente a los que querían romper España.

A los barones socialistas de antes y de ahora nunca les gustó que Pedro Sánchez recibiera el apoyo de los independentistas catalanes a la moción de censura. Estos patriarcas que invocan a la Constitución como si fuera la Biblia no están dispuestos a consentir que Pedro Sánchez haya ensayado una estrategia de negociación para resolver la situación catalana y sólo les ha faltado calificarle de felón, traidor, rompepatrias o canalla para fundirse en el mismo abrazo a la rojigualda que enarbolan Casado, Rivera o Abascal. Barnes socialistas que anteponen el patrioterismo a cualquier resolución práctica del conflicto que tiene acongojada a Cataluña, encadenan al PSOE a la derecha casposa, reaccionaria y virulenta que medra a medida que crece la crispación.

A los barones socialistas les temblaron los belfos con sólo escuchar el término “relator” para intermediar en un diálogo con los partidos catalanes. En una reproducción mimética de los aspavientos de la derecha extrema ante esa posibilidad, barones como el presidente de Aragón, Javier Lambán, expresaron su espanto afirmando que “aprobar un presupuesto no justifica cesiones que pongan en cuestión la Constitución, la unidad de España, el Estado de derecho ni la decencia”. Y eso que aún no se había llegado a ninguna reunión con los denominados “chantajistas independentistas, cáncer de la democracia con el que hay que acabar”. Esto no lo mejora ni Abascal. Qué digo Abascal, ni el propio general Mola.

Los barones socialistas manejan con tanta destreza y desvergüenza como las derechas confesas términos como españolidad, esencias patrias inamovibles e inmutables, banderas e himnos. Han sido ellos, esos pata negra del rancio y caduco PSOE que se enfangó hasta la náusea en la corrupción, los que rivalizan con la derecha extrema en el discurso de brocha gorda y demagogia. Son ellos los que han zancadilleado sin piedad al tambaleante Gobierno de Pedro Sánchez hasta acabar con él. Y sólo porque emprendió el único camino que le quedaba para tratar de reconducir un conflicto que la derecha del PP dejó pudrir. Sánchez quiso intentar el diálogo, el pacto, el consenso, bases del éxito de aquella Transición a la que tanto apelan los barones socialistas en su nostalgia, olvidados de que aquel acuerdo hubiera sido imposible sin pagar algún precio político.

Los barones socialistas, como los bravucones dirigentes de la derecha extrema española, olieron la fragilidad de Sánchez y se lanzaron a la caza. Ya han acabado con él. Le tenían ganas. Que ello suponga abrir el paso franco al tricornio fascista es irrelevante, con tal de que no les ganen en españolidad.