LA izquierda se entretiene botando el balón. La derecha aprovecha el mismo tiempo metiendo goles. La fotografía actual de la España política se ha llevado por delante el veredicto de las dos últimas elecciones. Aquel fervor de Ferraz, mensaje incluido, y el consiguiente desastre de Trafalgar del derechizado PP de Pablo Casado, con riesgo de inminente rebelión interna y de inevitable viraje ideológico son, ahora mismo, papel mojado. Ocurre que el engreído Pedro Sánchez juega al solitario para evitarse por el camino al vanidoso Pablo Iglesias mientras sus respectivos batallones se exasperan por la mutua ineficacia para entenderse. Por contra, en la otra orilla, los populares han resurgido de sus cenizas. Aquellos trágicos días posteriores a la catástrofe del 28-A con la mitad de diputados en el Congreso y sin mayoría en el Senado parecen apenas un mal sueño. Aquellas acusaciones directas por una pésima campaña y un desaforado extremismo ideológico en cada mitin han dejado de escucharse en la sede de Génova ante los vítores entusiastas por el poder alcanzado en plazas de tan hondo significado institucional y capacidad presupuestaria como Madrid, Andalucía y Castilla y León. Les ha valido sencillamente la ambición de poder relegando en todo momento sus vergüenzas ideológicas. Así, mientras la nueva derecha pasa al ataque, PSOE y Unidas Podemos siguen atrincherados en los tuits de descalificaciones hirientes.

En la evidente rehabilitación del PP, y sobre todo de Pablo Casado, las consecuencias se sobreponen. De entrada, el milagro de los panes y los peces se ha hecho carne. Después de sufrir la pérdida más escalofriante de votos de su historia es capaz de gobernar a más ciudadanos que nunca. Por otra parte, el liderazgo de la derecha ya no tiene discusión posible. Hasta que vuelvan a hablar las urnas, Albert Rivera se limitará a buscarse el minuto de gloria entre migajas con su ambición destrozada. Pero, sobre todo, tras ganar especialmente la batalla de Madrid a esa izquierda de rojos que pacta con populistas e independentistas, el líder popular regresa a sus orígenes: vuelve a abrazar las tesis aznaristas de las que, sin embargo, renegó rápidamente para que le fuera perdonada la debacle de las generales. Lo hace proyectando el verbo hiriente, intransigente e ideologizado de Cayetana Álvarez de Toledo e Isabel Díaz Ayuso, pero también reafirmando a esa aguerrida guardia de corps que se vio al borde del precipicio hace doce semanas. Ufanos ahora, se disponen a aniquilar sin miramientos el mínimo resquicio de aquel marianismo contemplador tras haber fagocitado a los tecnócratas sorayistas.

Bajo este inquietante rearme ideológico -el mismo que le llevó a la desolación electoral-, es fácil comprender la elasticidad del PP para asumir sin escrúpulos las exigencias de Vox, que se entretiene apretando las tuercas. Imbuida de ese aznarismo que ya mamó durante su etapa con Esperanza Aguirre, a Ayuso no se le supone ninguna renuncia doctrinal aceptar las imposiciones de Rocío Monasterio sobre violencia de género, derechos y libertades. Una y otra proceden del mismo árbol político, aunque las diferencia un abismo intelectual a favor de la rocosa dirigente anticastrista. Finalmente, el empaste definitivo a los intrincados acuerdos autonómicos de este triunvirato en Madrid, Murcia, Castilla y León viene de la mano de las inagotables tragaderas de Ciudadanos, empeñado en mantener un funambulismo que le aconsejan sus semanales encuestas entre adhesiones caudillistas y desavenencias internas.

Es decir, hay una derecha rearmada que espera su próxima oportunidad. Sus acuerdos territoriales son bastante más que una advertencia a esa soberbia electoral que parece destilarse del comportamiento de Sánchez, despegado de una apuesta sincera por su investidura en septiembre, y de los optimistas cálculos de Iván Redondo. No es descartable que en un hipotético y decepcionante escenario electoral de noviembre el consiguiente desencanto por el desacuerdo desinfle a los socialistas recuperados para la causa del sanchismo, engorde de nuevo la abstención y comprometa hasta el límite la suerte de la izquierda. Para entonces, ya habrán atronado en Madrid las proclamas de los barones autonómicos del PP convertidos en el arma incendiaria de Casado a propósito de la unidad de España, Navarra en manos de ETA, la incapacidad socialista para el acuerdo político y el castigo sin diálogo a Catalunya.