Ahora mismo, el personal tiene mucho cabreo. Es posible que se le baje el calentón con el paso de los días hasta que llegue el 10-N, pero los partidos mayoritarios deberían hacérselo mirar. Hay un fundado riesgo de que sean castigados con la indiferencia en las urnas. Ocurre que el inefable espectáculo de la perniciosa repetición electoral martillea hasta el límite la credibilidad de la actual clase dirigente española, mucho más egoísta que responsable y eficaz. Aunque el gurú Iván Redondo lo disimule exhibiendo demasiado pronto unos datos triunfalistas para Pedro Sánchez por aquello del voto útil, en el fuero interno del PSOE sus veteranos demoscópicos temen por el alcance de las heridas que inevitablemente debe dejar la incapacidad exhibida durante cinco meses para formar un gobierno. Eso sí, en medio de un clima demasiado arrebatado todavía por semejante desengaño, nadie es capaz de intuir el alcance real de una abstención más que previsible ni tampoco sus efectos directos.

En puertas de la disolución de las Cortes, en una legislatura de pandereta, al menos se han caído algunas caretas que harán difícilmente creíbles algunos relatos interesados, ahora que ya estamos en campaña. Por ejemplo, que Pedro Sánchez miente y Pablo Iglesias, también. Lo dicen ellos mismos. Además, el presidente en funciones jamás gobernará con Unidas Podemos porque le quita el sueño. Incluso, Albert Rivera nunca dejará de arrepentirse del craso error que le ha supuesto dentro y fuera de su partido el cordón sanitario a Sánchez. Y, por supuesto, el líder universitario lamentará para siempre aquel minuto de intransigencia y soberbia que desbarató el primer gobierno de coalición en España. El caso del PP es distinto. Su riesgo de erosión es menor porque no se ha movido de su casilla. A Casado le vale el papel de cómplice complaciente del evidente desgaste de esa izquierda incapaz de entenderse en contraposición a los rápidos acuerdos de las tres derechas, que priman poder a principios.

No es descartable que todo siga igual a partir de noviembre en cuanto a la fuerza de cada bloque. Pero tampoco le falta razón al líder popular cuando advierte con malsana intención de que las elecciones las carga el diablo. Sánchez se atreve a jugar con fuego otra vez porque camina sobre las aguas, convencido de su suerte ante los escenarios y rivales más adversos. Ahora bien, nadie le ha asegurado que su baraka sea eterna. Es verdad que juega a favor de la corriente frente a unos rivales muy alejados de generar confianza. Es verdad que esta vez no se repetirá la fotografía de Colón, aunque siempre habrá huecos para clamar en la campaña contra el miedo a la ultraderecha. Como aperitivo ahí queda esa esperpéntica discusión entre el alcalde de Madrid y el militarista dirigente de Vox sobre la auténtica violencia de género que tanto degenera a la derecha y alimenta el voto de la izquierda.

Mientras, nadie coge el teléfono en los ministerios. Están en funciones. Quema la responsabilidad. Los funcionarios no saben a qué carta quedarse después de asistir atónitos a cuatro años trepidantes donde se suceden entre sobresaltos las órdenes de intereses partidistas. Y en el gobierno, cada uno, menos Josep Borrell, a esperar su suerte mientras rentabilizan pequeños golpes de efecto telediario. Una deplorable imagen de inanición desesperante que fatídicamente podría prolongarse hasta el próximo mes de marzo de 2020. Nadie espera que aparezca la sensatez en una clase política a la que le viene muy grande la pomposa apelación a la razón de Estado. Por ahí se diluyen las apremiantes reclamaciones de una financiación autonómica que empieza a asfixiar servicios esenciales. Es la razón espúrea para guardar en el cajón el calendario de las transferencias pendientes al País Vasco hasta que se negocie el próximo gobierno, en el supuesto de que ganen los socialistas. La justificación más hiriente para retrasar la adecuación de una respuesta resilente a una contracción de la economía que ha entrado ya por la puerta de las exportaciones. La parálisis propia de la incompetencia sin que se escuchen demasiados lamentos en voz alta. Vaya, la ocasión propicia para que el empresariado, ahora contemporizador con las elecciones tras conseguir el apartheid de Unidas Podemos, se apodere del discurso en este páramo desolador y exija de una vez un acuerdo para acabar con tanta inestabilidad. Para entonces, quizás el cabreo de la calle habrá llegado hasta las urnas en voz baja. Por eso nadie debería confiarse.