El concepto de judicialización de la política se ha convertido en un lugar común, pero no por ello inválido para caracterizar la situación que se está viviendo en Cataluña. Un conflicto de naturaleza política es gestionado fuera de toda lógica política, llevado al terreno de las emociones, revestido con la categoría de una cuestión de principios y finalmente confiado al poder judicial en una especie de subcontratación que no podía sino terminar mal. El Tribunal realiza apreciaciones que entran en el terreno de lo político (como calificar de quimera a la pretensión de independencia), sin aportar por ello ninguna solución propiamente política. Por supuesto que en un estado de derecho los jueces tienen un papel importante que cumplir y el derecho tiene que ser respetado. Pero también hay respetar la autoridad de los policías municipales y nadie en su sano juicio consideraría acertado que a estos agentes se les confiaran las decisiones en materia de urbanismo.

Quienes traspasaron a los jueces su responsabilidad están ahora tratando de convertirlo en un problema de orden público (ayudados por quienes parecen interesados en darles la razón). Continuamos con el tratamiento de los síntomas y las consecuencias en vez de diagnosticar las causas. Ha salido mal algo que no podía haber salido de otra manera. Elegir los instrumentos inadecuados para resolver un problema equivale a imposibilitar su solución.

La sentencia no sólo daña injustamente a los condenados y dificulta aún más la resolución del conflicto político de fondo (que obviamente no va a extinguirse por arte de magia judicial) sino que empeora la calidad de nuestra democracia y sienta un precedente peligroso para nuestras libertades. Donde la resistencia política democrática es calificada como delito se daña ese estado de derecho al que se dice proteger.

No hablo desde la tristeza que me produce la condena injusta de unas personas con alguno de los cuales he discutido su estrategia desde 2012 y con quienes mantengo una relación de amistad, en algunos casos muy estrecha. Si esa relación no me ha cegado para criticar algunas de sus decisiones a lo largo de estos años, tampoco me impide hacer lo mismo con algunos elementos de la sentencia que van desde lo discutible hasta lo preocupante. Como ha señalado mi colega José Luis Martí, profesor de Filosofía del Derecho y uno de los mejores analistas de la política catalana, esta interpretación tan extensiva del delito de sedición resulta muy preocupante en relación con el modo como puede en adelante ser considerada la protesta y la disidencia que, en una sociedad democrática, han de tener su espacio, así como aquellas demandas que, no estando contempladas en el ordenamiento jurídico-constitucional vigente, es legítimo plantear. Con la sentencia se criminalizan muchas acciones de simple protesta y se abre el paso a la justificación de retrocesos democráticos. No tenemos ninguna garantía de que, con dicha interpretación, no puedan calificarse como sedición acciones futuras acciones de protesta, como las acontecidas en estos días inmediatos a la sentencia o cualquier otra manifestación. No quiero dar ideas, pero la ocupación del aeropuerto del Prat puede considerarse tan sediciosa como la célebre manifestación frente a la Consejería de Hacienda, al parecer tan decisiva para la argumentación de los jueces.

Me gustaría pensar que con la sentencia las cosas han vuelto al punto de partida y el problema reaparece tal como estaba anteriormente, pero me temo que no es así y la tarea de establecer cauces de diálogo va a ser más difícil a partir de ahora. Esta constatación no es una disculpa para no hacer nada sino un motivo más para avanzar en la dirección adecuada porque la alternativa es mucho peor. El Estado, como era previsible, ha demostrado su cerrazón y el independentismo catalán su carácter irreductible. Conflictos como este no se disuelven, se resuelven, aunque ahora habrá que armarse de una paciencia que no han tenido los de la prisa ni los de la inacción y represión.

La incapacidad del sistema político español para encauzar y resolver sus problemas (desde la configuración de un gobierno hasta la distribución territorial del poder) de acuerdo con los procedimientos democráticos y las realidades sociales existentes no presagia nada bueno para los próximos años. Entramos en un tiempo oscuro en el que la mezcla de electoralismo, la puja por ser el más bruto, el tacticismo judicial en torno a la euro-orden no permitirán construir nada positivo. Lo único que cabe hacer es favorecer la reflexión que cada uno de los agentes debe llevar a cabo para afrontar la siguiente fase, que será más política, gradualista y discreta.

La pregunta ahora es si alguien tiene interés y liderazgo suficiente para avanzar en alguna solución (no imposición unilateral) o si demasiados actores lo han dado ya por irresoluble. Los liderazgos que se configuran para la confrontación no valen cuando se trata de construir una solución. Y concluyo recordando que los presos se han salvado de la acusación de rebelión gracias al testimonio del lehendakari Urkullu, según sostienen diversos comentaristas. La política de los pequeños pasos es más útil que la de los grandes gestos, también para la situación de los condenados. En Euskadi tenemos una amarga experiencia sobre lo poco que ayudan quienes animan a la confrontación sin poner nada personal en juego.El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la UPV/EHU