esulta difícil analizar la realidad española, en cualquiera de sus ámbitos, sin mirar a Madrid. Desde allí emiten los principales medios de comunicación. Allí tienen la sede las principales instituciones. Y allí se concentra, cada vez más, el poder social, político y económico del país. Es el centro a partir del cual se ha organizado un modelo de Estado radial. Todo está en Madrid y todo pasa, todo debe pasar, por Madrid. De Barajas a Atocha. Del Congreso a la Tribunal Supremo. Del Prado al Banco de España. Si alguien quiere ir de Barcelona a Valencia en alta velocidad, solo puede hacerlo atravesando la capital.

No es algo casual. Es una estructura pensada y fomentada para frenar la tensión centrífuga de las regiones periféricas. En especial, pero no solo, la que llega desde Barcelona, cuyo peso económico se ha venido debilitando de forma interesada en favor de Madrid. Pero que ha acabado descompensando la España interior en favor de la capital. La apuesta centralista se ha sustentado sobre un paulatino debilitamiento de las comunidades colindantes, cada vez más despobladas y más dependientes de la relación económica que les ofrece Madrid.

Una realidad a la que le ha puesto números el IvieLAB, un laboratorio de análisis de políticas públicas creado por el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Generalitat valenciana. Según el análisis, que esta semana avanzada el diario El País, con apenas el 1,6% del territorio la Comunidad de Madrid concentra el 19,2% de toda la riqueza del país; el 29% de los empleados públicos del Estado, y el 21% de las ocupaciones cualificadas. Además, el 60% de las licitaciones del sector público estatal se hacen a empresas con sede social en Madrid. Allí se ubican cada vez más y mayores empresas, sus ejecutivos, sus familias y sus salarios, atraídos por las continuas rebajas de impuestos con las que ningún otro territorio puede competir.

Según datos de la propia comunidad, las ventajas fiscales aprobadas los últimos 15 años han supuesto una merma de la recaudación de cerca de 50.000 millones. Cada año Madrid deja de recaudar 1.000 millones por el Impuesto del Patrimonio; 2.600 por el de Sucesiones y 900 por el IRPF. En total, 4.100 millones en impuestos que equivalen a todo el presupuesto anual del Gobierno de Navarra, y que en buena parte han dejado de recaudar los territorios limítrofes, reducidos a lugares de asueto de fin de semana.

En esas estábamos cuando ha irrumpido la segunda ola de la pandemia, forzando a tomar medidas de control y limitación de la movilidad a los distintos gobiernos autonómicos, hoy responsables de la gestión tras el lavado de manos por el que ha optado el Gobierno central desde que decayó el estado de alarma. Y que ha roto las costuras de todo el entramado social y económico construido por el PP los últimos 20 años.

El confinamiento por zonas que finalmente y a regañadientes ha tenido que aplicar el Gobierno autonómico ha puesto en evidencia la desigualdad social y económica creada por un sistema en el que las rentas superiores a 60.000 euros, el 7% del total, disfrutan del 42% de las rebajas en el IRPF. Rentas altas y muy altas con acceso a la sanidad y a la educación privada, que se benefician además de las bonificaciones en Patrimonio y Sucesiones mientras se lastra la atención primaria o la educación pública aumentando la desigualdad social. Una rueda que no para.

Las zonas más afectadas por las restricciones han sido precisamente aquellas con menor renta per capita. Las que tienen mayor densidad de población y mucha movilidad laboral, casi siempre en transporte público. Empleos precarios del sector servicios y de la hostelería, donde no hay opción de teletrabajo y es más difícil cumplir las medidas de seguridad. Haciendo más fácil la propagación del virus.

Es el modelo que el PP ha querido poner como ejemplo de su gestión. También durante la pandemia. "Es lo que haríamos a nivel nacional", decía Pablo Casado allá por mayo, cuando todo eran críticas al Gobierno central, al estado de alarma y a las medidas de confinamiento. Y que han llevado al Ejecutivo socialista a dejar que la presidenta autonómica se ahogue en el fango del oportunismo partidista, la incongruencia de sus decisiones y la frivolidad en sus palabras.

Algo que no oculta un problema de fondo que, posiblemente sin querer, Isabel Díaz Ayuso describía esta semana tras su reunión con Pedro Sánchez. "¿Qué es Madrid si no es España? No es de nadie porque es de todos. Madrid es España dentro de España. Todo el mundo utiliza Madrid", argumentaba la presidenta para reclamar que el Estado no trate a su comunidad "igual que al resto" y le aporte más "recursos". Porque tras años de política fiscales regresivas para absorber el capital y el talento de su entorno, el territorio más rico no tiene medios para hacer frente a la pandemia.

Es cierto, como apunta Díaz Ayuso, que la capitalidad hace de Madrid un lugar anómalo en el Estado de las autonomías. Y lo seguirá siendo mientras no se garantice la neutralidad de la capital y se apliquen medidas correctoras que frenen la desigualdad y el desequilibrio entre territorios. Un distrito federal gestionado por el Estado que acabe con el pirateo económico y la corrupción de las últimas décadas. Pero para eso hace falta una visión de país abierta, plural y menos centralista. Y no parece que sea el caso.

La desigualdad seguirá creciendo mientras Madrid no sea un distrito neutral gestionado por el Estado