or muchos alabado y por otros tantos denostado, el director de Alertas y Emergencias Fernando Simón ha vuelto a pisar el barrizal. Habló días pasados del tema candente en este momento, la difícil, complicadísima armonización del normal funcionamiento de la hostelería y a la vez preservar la salud en este tiempo de pandemia. Decía Simón que el bar abierto "incita a situaciones de riesgo porque la gente no va allí para estar sola en una esquina, va para departir con los amigos". El bar como tentación, insiste Simón, el bar como espacio de peligro. No hay que ser clarividente para, en veredicto de parte, situar al director de Emergencias como enemigo de los hosteleros compartiendo frente aquí, en casa, con los expertos del LABI.

El auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, aunque haya sido firmado por un ponente entre chusco e impresentable, ha decidido que la tentación vuelva a estar al alcance de todos y ha dejado paso franco a lo más castizo de nuestra idiosincrasia, el bar como espacio de compadreo y socialización. El cierre de la hostelería para muchos es quizá el máximo castigo a que nos somete la pandemia, la suprema penitencia que nos obliga a deambular taciturnos por unas calles que parecen desiertas y mudas. Ya pasó, colegas, ya pasó. Ha vuelto la alegría y podemos olvidarnos de los muertos, los entubados de la UCI y la opresión de las precauciones. Pillar terraza es tocar la gloria, abajo la mascarilla, codo con codo y el que más grita, capador. En nuestra salsa, caiga quien caiga.

Epidemiólogos, microbiólogos y sanitarios de toda condición y nacionalidad coinciden en la necesidad de medidas rigurosamente restrictivas para evitar la propagación del covid-19, entre ellas, y si fuera preciso, el cierre de esos espacios de ocio. Si no se mantienen las distancias sociales ni se evitan los voceríos contiguos, si no se respeta el uso riguroso de la mascarilla, el riesgo de contagio es máximo. Y así nos va. Por supuesto, las precauciones obligatorias son incómodas, pero la tentación está ahí, con permiso del diletante magistrado Garrido, porque es fácil relajarse y el sector hostelero no la va a poder controlar.

Nadie duda de que la hostelería está pasando por un trance muy duro y puede entenderse la presión que el sector está ejerciendo contra los gobernantes para salvar sus negocios, pero sorprende el empeño en no reconocer que la actitud de una buena parte de su clientela es un factor extremo de riesgo. Y no vale argumentar que también hay riesgo en el transporte público, o en el comercio, espacios inevitables en los que muy rara vez se prescinde de la mascarilla o demás elementos de precaución. La hostelería defiende sus intereses pero no entra en asuntos sanitarios. No son los hosteleros, ni mucho menos, los responsables de que la tentación del bar origine el hacinamiento de insensatos que propagan el virus, pero si no quieren verse señalados con el dedo del reproche de muchos ciudadanos o perjudicados por los criterios sanitarios que adopta la autoridad, no van a tener más remedio que controlar a su clientela. Por supuesto que es duro, que los hosteleros y camareros no son policías, pero también es cierto que del comportamiento de sus clientes depende su propio negocio. Es incómodo, claro, pero no les queda otro remedio que exigir el respeto a la convivencia, en reservarse el derecho de admisión, que para eso está. Pero me temo que esto no va a ocurrir.

Si no se mantienen las distancias ni se evitan los voceríos, si no se respeta la mascarilla, el riesgo es máximo. Y así nos va

El cierre de la hostelería para muchos es quizá el máximo castigo al que nos somete la pandemia, la suprema penitencia