s aquello de que cuando se señala una estrella, el necio mira el dedo. Debate sobre las intenciones ocultas en la filtración de la noticia de la vacunación de las infantas Elena y Cristina en Emiratos Árabes. Que si muy oportuna para distraernos de los cuatro millones de parados, que si la más golosa para que Podemos siga marcando terreno, el perrito que hace pipí en el alcorque, sobre eso que ahora llaman “horizonte republicano”. Da igual la coyuntura: lo que cuenta es la noticia en sí, que tiene bastante gravedad. Cierto que probablemente la han contado desde el Gobierno, porque una cosa así, ocurrida en un ámbito reservado, sólo puede saberse tras reporte de los policías de la escolta (tres para cada) o del agregado diplomático. Cuando se publicó en un medio digital se evitó el circunloquio y la elipsis. Se afirmó, y punto. Fuente indubitada, publíquese cuanto antes. Después ha llegado la disquisición de si las vacunadas hicieron bien o mal, si las reales personas le han quitado alguna posibilidad de inmunización a cualquier españolito, cosa que obviamente no ha ocurrido. Lo que constituye categoría y otorga gravedad al caso es la actitud que traduce. Las infantas son dos bordes, siempre lo han sido, antipáticas a más no poder, autootorgadas de un halo de suficiencia que espanta al sentido cabal de la realidad. Si antes los reyes empleaban el armiño para distinguirse del resto de mortales, hoy la peletería se construye con el face value, esa distancia de desdén de la que las señoras estas han vuelto a hacer gala. Porque la esencia del asunto es la falta de empatía para con tanta gente que sufre y pasa miedo, tantos cuantos esperamos pacientemente el turno para vacunarnos. Justamente ambas, que siguen perteneciendo a la línea dinástica, a quienes hemos otorgado papeletas para que, llegado el caso, puedan ser incluso jefes de nuestro Estado, se ponen en un nivel cualitativamente superior al de quienes se supone deben servir. Porque ellas lo valen. Porque ellas se apellidan Borbón. Un viaje para visitar al huido padre, que hemos pagado los contribuyentes -lo de menos es el coste del billete de las damas, lo de más toda la parafernalia de medios públicos que hay que disponer para que se trasladen-, y que ha tenido como regalo el acceso a un privilegio objetivo, el de poderse inmunizar. Para colmo, cuando aquí algunos se desgañitan explicando que hay que confiar en las agencias reguladoras de los medicamentos, las viajeras se ponen la china, que no digo que sea mala, pero que no tiene la sesuda supervisión que los europeos hemos querido que tengan estas cosas. El problema de la monarquía, y Elena y Cristina la representan por completo, ya no es sólo el precio que estamos pagando por no disponer de un sistema de jefatura de Estado más eficiente. No es tampoco que haya perdido toda ejemplaridad debida -Urdangarín, el propio Emérito, Froilán, incluso la tensión existencial de Letizia y sus absurdos intentos por proletarizar un reinado-. Es también que no pierde ocasiones para mandarnos el mensaje medieval de que ellos son otra cosa; ellos, aunque están para servir, acaban sirviéndose.

Vuelve el periodismo cortesano a contarnos que el rey sufre en silencio este desmoronamiento a su alrededor, que percibe que se trata de un ataque a la monarquía que encarna, y que su respuesta ha de ser la templanza y el sentido de servicio porque si cae él, cae la Constitución. Algo parecido a lo que se explica cuando se describe a un Pedro Sánchez moderado que aguanta estoico las payasadas de Iglesias o las invectivas de su compañera, a la que puso ministerio. Felipe y Pedro, ambos, víctimas de unas arenas movedizas sobre las que, no obstante, podrán elevarse. Y no. Felipe y Pedro son plenos responsables de lo que ocurre en sus respectivos ámbitos institucionales. El rey, en tanto que representante de una estirpe, tendría que haber puesto algo de orden en el espectáculo que un día tras otro nos ofrecen sus familiares, que no son cosa ajena, y que no pierden oportunidad para representar la actitud que parece caracterizar a la dinastía. El presidente del Gobierno, que con tanta satisfacción se mira por las mañana al espejo, lo es porque para ello tiene a Iglesias. Ambos son responsables, y no víctimas. Ambos juegan con la creencia de que podrán separarse lo necesario de la inmundicia que les rodea, sin querer reconocer que no les es tan ajena.

Lo que otorga gravedad a la vacunación de las infantas es la actitud que traduce, la falta de empatía con tanta gente que sufre y pasa miedo

Felipe y Pedro juegan con la creencia de que podrán separarse de la inmundicia que les rodea, sin reconocer que no les es ajena

Aznar nos escenificó un alarde de soberbia dejando claro que desprecia todo lo que no es él y lo suyo