stán en plena refriega dialéctica el PSE y EH Bildu sobre el meollo de esa narración que se ha dado en denominar el relato, o El Relato con mayúscula prosopopéyica, que se resume en las causas y los efectos de la violencia política que este país soportó durante medio siglo. Como si fuera posible una única versión, cuando los hechos se vivieron desde percepciones absolutamente contrapuestas como si de un concierto desafinado o una memoria de trincheras se tratara. La realidad es que de las interpretaciones conocidas sólo se puede deducir que una parte señala culpables y otra parte busca exculpaciones. En consecuencia, el relato siempre irá condicionado por impulsos emocionales, querencias ideológicas o intereses políticos.

En 2011 ETA anunció el cese definitivo de la lucha armada y en 2018 se disolvió. No voy a entrar en la veracidad o no de la versión más extendida, o la más mediática, o la más política, la de que fueron el Estado de Derecho, la eficacia policial y la propia sociedad vasca resistente las causas del fin de ETA. Me voy a atener al debate en el que últimamente se han enzarzado el socialista Eneko Andueza y la portavoz de EH Bildu Maddalen Iriarte, debate en el que también ha terciado Arnaldo Otegi, con el eterno argumento de la complicidad de la izquierda abertzale con la actividad de ETA y su reticencia a reconocer que fue injusta de un lado, y de otro la declaración de haber participado de manera significativa en la renuncia a las armas de la organización terrorista ("hemos hecho algo mejor que condenar la violencia, hemos sacado la violencia de la ecuación política", asegura Otegi).

Lo que el relato no puede ocultar son los hechos objetivos, y un hecho objetivo es que la dirección de la izquierda abertzale intervino de manera notable en el fin de ETA. De forma muy sucinta, la evolución de los hechos comienza por la constatación interna de que la actividad violenta de ETA entorpecía el normal desarrollo político de la entonces Batasuna, ya sobradamente acosada por los poderes del Estado, reiteradamente ilegalizada, mediáticamente vituperada y socialmente aislada. Para colmo, ETA reventó las conversaciones de Loiola con el atentado de la T-4, lo que propició la iniciativa de los responsables abertzales posibilitando un proceso de retirada e ETA que abarcaría la creación de un partido que respetaría la legislación española y rechazaría toda clase de violencia, al tiempo que atendería a la condición planteada por ETA: la acumulación de fuerzas soberanistas con la creación de Bildu, coalición que integraría a Sortu, EA, Aralar y Alternatiba. Esa iniciativa prosperó, a pesar de que sus principales actores fueran detenidos en la operación Bateragune. La lucha armada debía acabar para que pudiera asentarse con normalidad el proyecto político de la izquierda abertzale, y podrá especularse si ese empeño se debió a una motivación ética o a una razón estratégica.

Fue un hecho objetivo digno de ser tenido en cuenta en el relato que Arnaldo Otegi, Rafa Díez, Rufi Etxeberria, Josu Urrutikoetxea, Iñígo Iruin y otros dirigentes menos conocidos de la izquierda abertzale fueron agentes activos para la decisión de ETA de abandonar la lucha armada. Fue un hecho objetivo que protagonizaron una misión de riesgo -algunos lo pagaron con la cárcel- para abrir un tiempo sin la pesadilla de las armas. No iba a ser fácil para ellos protagonizar la acción política en una sociedad normalizada, sin el sobresalto de las violencias, en natural confrontación con el resto de fuerzas políticas. No iba a ser fácil lograr que buena parte de sus bases fueran cómplices de este giro trascendental. Asistí en el Euskalduna a la presentación de Sortu, en la que Iruin y Etxeberria explicaron con detalle la naturaleza del nuevo partido; a la salida del acto, un histórico de la izquierda abertzale se me acercó y comentó: "Joder, vaya bajada de pantalones hemos hecho". Con el tiempo, la disciplina y el sentido común parece que le han convencido de que valió la pena.