l próximo miércoles se cumplen dos años de las últimas elecciones autonómicas. El Gobierno tripartito que lidera María Chivite llega al ecuador de una legislatura marcada por la gestión de una pandemia de la que difícilmente se va desprender, y que posiblemente será el hilo conductor, aunque sea de forma indirecta, de lo que queda de legislatura. Para bien y para mal, la Covid-19 ha dejado marcado a hierro el Gobierno foral, que encara ahora la segunda parte del mandato con el reto de hacer frente a las consecuencias sociales y económicas que deja la pandemia.

No obstante, estos dos primeros años han sido también los de la consolidación de un Gobierno prácticamente inédito en Navarra -con la salvedad del tripartito de 2015-, y que pese a las circunstancias ha logrado solventar con nota alta su minoría parlamentaria. Más allá de los aciertos y errores en la gestión, el Gobierno ha sabido sacar adelante sus principales proyectos legislativos, aislando a una derecha tan ruidosa como ineficaz en su estrategia de desestabilización.

Hay diferencias y desconfianzas evidentes entre los dos socios principales del Ejecutivo, pero no han impedido un ejercicio de cogobernanza entre PSN y Geroa Bai más cohesionado de lo que se hubiera podido predecir al principio. Incluso EH Bildu, a quien los socialistas trataron de excluir en la Mesa del Parlamento, y con quien ni siquiera se sentaron a negociar la investidura, es hoy el socio preferente en el Parlamento, habilitado además por un progresivo acercamiento al PSOE en Madrid. No es mal bagaje teniendo en cuenta las circunstancias.

Han sido dos años en los que se ha mantenido también una clara coherencia con la legislatura anterior. En su acuerdo programático, en sus prioridades de gasto y en su discurso plural y progresista. Pero con una mayoría más amplia y transversal que empieza a poner los cimientos para una alianza de largo plazo. "Este Gobierno es una apuesta estructural que va más allá de esta legislatura", defendía el pasado domingo en este mismo periódico el vicepresidente y portavoz del Gobierno, Javier Remírez.

Quizá sea pronto para avanzar en conclusiones tan profundas, con un Partido Socialista todavía reacio a sumar mayorías alternativas a la derecha en muchos ayuntamientos, y dispuesto a dar una victoria a la derecha por no avalar a una consejera del Gobierno anterior como candidata sin opciones para el TSJN. Pero hay algunos movimientos de fondo que, más allá de la pandemia, empiezan a consolidar un escenario de tendencia continuista. Y que se verá más claro cuando amaine la tormenta sanitaria y el debate político vuelva a las premisas habituales.

Tras años de enfrentamiento, con sus matices identitarios, su rivalidad latente y sus desconfianzas históricas, la izquierda navarra empieza a cimentar un espacio de futuro. Hoy por hoy, y con los reequilibrios que puedan dejar futuras contiendas electorales, no hay más juego de mayorías posible que el actual. Es el lado dulce de una moneda que tiene un reverso amargo, a veces evidente y generalmente soterrado. Y que también se ha dejado sentir en estos dos primeros años.

Diferencias lógicas en una coalición incipiente entre dos partidos que han participado en un relevo de la presidencia que no es fácil de gestionar, sobre todo para quien le toca dar un paso atrás en el liderazgo. Pero tampoco para quien asume el protagonismo de un Gobierno compartido buscando reforzar un perfil propio y evidenciar una ruptura con el pasado. Hay herencias que pesan, y que pueden acabar siendo un lastre pesado si no se acaban de corregir.

Diferencias en cualquier caso lógicas en un Gobierno de coalición, y que se observan también con nitidez en la derecha. La disputa pública entre UPN y Ciudadanos a cuenta de la transferencias de Tráfico evidencia una alianza amortizada por la realidad electoral, y que si no se ha finiquitado es porque, a dos años vista de las próximas elecciones, la ruptura no ofrece rentabilidad a ninguno de sus protagonistas.

Con Ciudadanos fuera del mapa, la derecha regresa a la tradicional entente UPN-PP, solo que esta vez con un reparto de roles secundarios en la oposición. Y esa es otra de las conclusiones importantes que dejan estos dos años. La derecha está hoy más alejada del poder que en 2015, y mucho más que en 2019. La travesía en el desierto va a ser más larga de lo previsto, y antes o después alguien deberá plantear en el regionalismo foral el debate que ha venido esquivando todo este tiempo sobre cuál debe ser su papel en la nueva realidad política que se abre camino en Navarra.

Las premisas y los mensajes, tan efectivos en el pasado, han quedado ya obsoletos, pero siguen marcando hoy el discurso bronco y de corto plazo de un partido al que se le empieza a hacer larga la legislatura. Porque, incluso en tiempos de pandemia, la oposición sigue desgastando más que la gestión del Gobierno.

Estos dos años muestran una mayoría transversal y amplia que ha logrado la estabilidad, pero que todavía mantiene desconfianzas evidentes

La legislatura se le hace larga a una derecha amortizada como coalición y sin opciones de Gobierno a corto plazo