El verbo querer ofrece en castellano al menos dos lecturas, que parece apropiado desarrollar a partir de la frase “Todo empieza cuando tú quieras”. Ciertamente, un primer acercamiento a esa máxima nos aproxima a una visión en la que la voluntad del individuo es la que puede marcar el inicio o fin de según qué acontecimientos. En el mundo occidental del siglo XXI -desarrollado y globalizado-, donde la oferta de bienes y servicios muchas veces solo precisa de una rápida identificación de rostro o de huella dactilar en un smartphone, la sola afirmación de la voluntad sobre algo conlleva, en muchos casos, su inmediata adquisición. Si quieres algo, lo tienes. Este podría ser el eslogan de muchas compañías de venta por internet o de envío a domicilio. Del mismo modo, si no has logrado un objetivo propuesto -ponerte a dieta, ir al gimnasio o comprobar menos tus redes sociales- se debe, únicamente, a tu falta de voluntad. El “si quieres, puedes” es un arma de doble filo: ofrece al individuo una esperanza narcotizada de que puede llevar a cabo todo lo que se proponga, pero, si este no lo logra, la sentencia condenatoria por su falta de voluntad es implacable. La impotencia del individuo que sufre el desequilibrio entre su voluntad y la meta a conseguir, le augura, en primer lugar, un futuro de lamentación y desaliento. Más adelante, podrá privarse del simple hecho de desear, y por último, se convertirá en juez y verdugo de sus iguales.

La segunda acepción del verbo, ofrece un panorama mucho más alentador. Si consideramos el verbo querer desde el prisma de lo afectivo -de la simple y compleja realidad de amar y ser amado- la perspectiva y el sentido de la frase cobran una trascendencia mayor. Bajo este punto de vista, afirmamos que “todo empieza cuando tú te decidas a amar.” Por tanto, frente a la entronización de la voluntad del individuo, en donde no cabe una visión empática del otro, observamos cómo el amor es capaz de empezarlo todo. Si entendemos este como “donación”, en donde dos individuos se dan el uno al otro, descartamos la excesiva relevancia que pueda tener la voluntad o lo que el otro “todavía no es”, ya que se ama al individuo sincrónicamente, es decir en el estado actual de las cosas. El sujeto amado ya no percibe el rechazo de un mundo que lo valora según sea mucha o poca su fuerza de voluntad, sino por otra persona que -no solo le acepta- sino que le ama en presente. A partir de ese momento, el individuo ya no tiene una visión de impotencia, sino que es capaz de sobreponerse y plantearse escenarios donde la voluntad es importante, pero donde el fracaso no supone una caída definitiva, ya que cuenta con el paracaídas de una aceptación incondicional por parte de otro.

Solamente desde una perspectiva de una seguridad ante la caída es donde el individuo será capaz de arriesgar de cara a acometer proyectos de mayor envergadura. No quiere decir esto que se elimine el riesgo. La supresión del peligro solo nos llevaría a una sociedad algodonada y fútil, constituyendo un estado de las cosas aún peor que aquel que nos depararía una humanidad que solo valorara la fuerza de voluntad de sus individuos. Considerando el “querer” como “amor” y este a su vez como “acto donativo”, el ser humano ciertamente arriesga -por tanto, existe la posibilidad de la caída cuando su objetivo no alcanza su cumplimiento- pero si ha experimentado el “querer” incondicional de otro, sabe que el valor de las acciones que lleve a cabo no altera su valor intrínseco, porque es querido tal y como es.

Por tanto, la frase “todo empieza cuando tú quieras” nos sitúa en una bifurcación de caminos que plantean dos visiones del mundo parcialmente antagónicas. Una en la que el verbo “querer” es sinónimo de fría realización de la voluntad y otra en donde el amor se marca como principio de todas las cosas. Esta, permitirá al individuo intentar llevar a cabo objetivos cada vez más ambiciosos, porque se hacen desde la perspectiva de la entrega, en donde lo que importa no es lo que se consiga, sino el individuo en sí. En cambio, si nos acogemos a la primera, los desafíos que nos plantearemos serán siendo cada vez más pequeños, por el miedo al tribunal de una sociedad férrea y puritana que no acepta individuos mediocres.

Ante este hecho, podemos afirmar que, verdaderamente, “todo empieza cuando tú quieras”, ya que las posibilidades que se le presentan a un individuo que es amado por sí mismo, hace que se le abran una multitud de panoramas que, ante la perspectiva de un juicio agresivo y violento en una sociedad implacable y pragmática, no existirían. Una humanidad que idolatra la rentabilidad y el beneficio, condena de antemano a una larga lista de individuos que podrían beneficiar a toda la especia humana, pero que un miedo razonable a ser demonizado por una agresiva opinión pública, paraliza e impide que lleven a cabo sus proyectos. En cambio, si verdaderamente hacemos nuestro que el fracaso es vehículo de enseñanza y no lo convertimos en un final definitivo, veremos cómo el progreso de toda la especia humana se acelera. Nacerán más Walt Disneys, Steve Jobs o Pablos Picassos? Pero sobre todo, no dejaremos que mueran aquellos ya han nacido pero que condenamos cuando fracasan al dar sus primeros pasos.