En el umbral de la Semana Santa en memoria de Jesús, el profeta crucificado, que afrontó la muerte sin miedo porque creía en la Vida, dedico estas líneas a la memoria de María José Carrasco, a su vida crucificada por el ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) y por los prejuicios sociales y la esclerosis eclesiástica. Y a su marido y compañero Ángel Hernández, su ángel fiel, a la sencilla humanidad con que la cuidó durante su largo Vía Crucis de 30 años, a su grandeza de ánimo, al arriesgado gesto de amor con el que ayudó a María José en su paso final a la Vida, a su anhelada pascua. Y respaldo su causa común: la eutanasia en favor de la vida.

“La eutanasia es inmoral”, escribía hace unos días uno de los teólogos más reconocidos del estado español, distinguido en sus buenos tiempos por su gran apertura. ¿Es inmoral decidir poner término a la propia vida biológica, tan efímera de todos modos, cuando ya no posee condiciones de calidad que le hacen sacramento de la Vida que no nace ni puede morir? ¿Es inmoral que una mano amiga ayude delicadamente a dar ese paso a la Resurrección? ¿Es inmoral esa forma de pascua? “No -nos diría, supongo, el teólogo-, lo inmoral sería aprobar una ley que acabara siendo un coladero, que abriese la puerta a muertes no consentidas, que permitiera desembarazarse de una vida por oscuros intereses inhumanos”. De acuerdo, pero entonces ya no sería eutanasia, sino cruel asesinato. Nada tiene eso que ver con lo que reclamaban María José y Ángel: la ley del “buen morir”, la libertad de morir inseparable de la libertad de vivir.

Hablemos, pues, con propiedad. Se llama eutanasia a una intervención -practicada por un médico con el certificado de otro- que induce directamente la muerte serena de una persona afectada por una enfermedad terminal o un sufrimiento físico o psíquico insoportable, cuando el paciente así lo ha pedido libre y reiteradamente. Punto. Está muy cerca del suicidio asistido -no te asuste la palabra- y es legal, con diversos matices, en Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Suiza, Finlandia, Canadá, Colombia y siete estados de los EEUU. Es una forma de cuidar la vida. Con sus riesgos, sí. Pero la amenaza peor sería renunciar a la responsabilidad de la vida y de la muerte, al riesgo de la libertad de vivir y de morir. Obligar a alguien, por acción u omisión, a vivir sufriendo lo insufrible, pudiendo evitarlo, eso es inmoral.

“La muerte provocada nunca es la solución a los conflictos, ni en el aborto ni la eutanasia”, acaba de declarar el portavoz de la Conferencia Episcopal Española, sin antes haber escuchado atentamente. No, hermanos obispos, nadie propone la eutanasia como “la” solución a los conflictos, ni como una ley que obliga a nadie, sino como ley que permite, a quien así lo quiera, morir en paz porque no puede vivir en paz. Para vivir en paz hemos nacido. Y al morir naceremos a la Vida. No tengáis miedo a la muerte.

Dejad morir en paz a quienes lo necesitan y desean. Tened entrañas. Y no sigáis predicando que la vida pertenece únicamente a “Dios”, el Ser Supremo y Soberano que rige el mundo desde fuera, que decide cuándo, cómo y dónde hemos de nacer, cuándo, dónde y cómo debemos sufrir y morir. No convertís a Dios en “ley natural” inmutable, enemiga de la libertad, revelada a unos pocos investidos de poder para imponerla a todos. ¿No veis que vuestro discurso sobre “Dios” como ley inexorable no solamente provoca el avance imparable al “ateísmo”, lo que no es ni bueno ni malo, sino que impide a mucha gente reconocer el Misterio y el Aliento que sostienen el Universo?

Me atrevo a afirmarlo: defiendo la libertad de morir porque creo en la Pascua. Porque creo en la inagotable creatividad que anima el Universo, desde el oscuro corazón del agujero negro que acabamos de ver por primera vez, a 55 millones de años luz, hasta la palma y el laurel que florecen. Porque creo en el ritmo palpitante de la vida que nace y muere, que muere y renace, a menudo entre dolores de parto.

Porque creo en Jesús, que tuvo tanta fe en la Vida que se jugó la vida por aliviar el dolor, por encima de toda ley, doctrina y autoridad. Se jugó la vida y la perdió, pero quien pierde su vida la gana, como la semilla en la tierra. Por eso, no por ningún sepulcro milagrosamente vacío, lo confieso viviente en la Vida universal.