Barcelona. Rafael Montserrat tiene 54 años pero aparenta quince más. Una vida curtida, sufrida y malvivida en la calle, donde ha sobrevivido a siete puñaladas que le propinó un drogadicto que le quiso robar, a tres disparos y a tres infartos. Por eso dice: "Nunca sé si llegaré a mañana".

En una entrevista con Efe confiesa que vive el presente sin pensar en el futuro: "No sé si llegaré a mañana. Para nosotros es el día a día".

Montserrat es una de las personas sin hogar que aparecen en el libro "Cent X Cent Carrer" (Cien X Cien Calle) , que acaban de publicar el periodista Pere Escobar y el fotógrafo Juan Lemus, en el que recogen la historia de 43 personas sin hogar que han vivido en la calle.

A su hermano y a él les conocen como los "Niños Lobo de Montjüic" porque han pasado toda su vida viviendo escondidos en esta montaña barcelonesa, donde se criaron entre armas, joyas y dinero robado: su padre era un ladrón y traficante buscado internacionalmente que mató a su madre y él no fue a la escuela, no jugó con otros niños, no tuvo reyes, sólo tuvo "palos y palizas".

"Una infancia terrible y horrorosa. Todo el día arriba y abajo, ir a comprar y llevar la droga al punto de partida, recoger otro paquete, traerlo y si llegabas cinco minutos tarde 'Manolete va, Manolete viene'" -Manolete es un cable de acero que su padre utilizaba como látigo-, solloza Montserrat, que ahora vive en un piso de la fundación Arrels.

El hombre tiene grabado a fuego en su cerebro cómo de niño trató de escapar muchas veces sin éxito de esa situación, pero afirma que cuando su padre volvía a encontrarle ya sabía que le caería "la paliza padre" y recuerda cómo llegó a tenerle "una noche colgado, como un jamón, con una cadena".

Su padre murió a manos de otros delincuentes con los que discutió tras perpetrar un atraco. Recibió dos disparos de escopeta porque no quería repartir el botín hasta que hubiera pasado un tiempo prudencial para que no los descubrieran, pero los demás miembros de la banda no estuvieron de acuerdo.

Montserrat recuerda que tres vehículos todoterreno de la Guardia Civil le fueron buscar al Garraf, donde trabajaba de pastor, para darle la noticia de que su padre había muerto: "Fue el día en que pudimos ver la libertad".

El día que su padre fue asesinado pudo moverse e ir libremente adonde quiso, hasta que ingresó en el servicio militar, al que se inscribió voluntario y le destinaron a Cartagena.

Aunque no sabe leer ni escribir, al licenciarse de la mili tuvo casi todos los empleos imaginables: "cocinero, repartidor de butano, guardabosques en el retén de incendios de Córdoba, electricista, fontanero, vigilante de seguridad...", explica.

Llegó a casarse, pero no se entendió con su mujer, que se llevó a sus hijos cuando aún eran muy pequeños y él volvió a hundirse, vendió la casa, los coches, la motocicleta que tenía y regresó a la calle.

No ha olvidado a sus hijos, le gustaría reencontrarse con ellos y nada le haría más feliz que volver a verles. Por eso razona: "¿Lo más importante en la vida? No he tenido tiempo para pensar en eso... Encontrarme con mis hijos quizás".

Desde que su mujer le abandonó y él volvió a vivir en la calle, ha ido enlazando, cuando le ha surgido la oportunidad, un piso de protección social con la calle y con la montaña de Montjuïc, donde se crió.

"La montaña es peligrosa si no la conoces, pero a mí y a mi hermano nos enseñaron a sobrevivir de niños. Para nosotros es más segura la montaña", aunque reconoce que en las calles de la ciudad "la comida, el tabaco y el café son más accesibles".

Admite que durmiendo al raso "vives con miedo, con un ojo abierto y otro cerrado", y que esta sensación "no se supera, aprendes a vivir con miedo, en cualquier momento pueden aparecer unos gamberros que quieren golpearte por diversión o alguien que te quiere robar".

Lamenta la mirada llena de prejuicios que recibía de los demás, ya que "la gente pasa y te dice: mira el borracho o el 'mangui' este" y afirma que cuando tenía su casa, su mujer y sus hijos "no bebía".

Montserrat dejó la bebida el año pasado, en su primer paso por la cárcel, donde ingresó por agredir a un policía al que llamaron por una discusión con una pareja que tenía -una mujer que también vivía en la calle-.

En la cárcel recibió cursos para aprender mínimamente a leer y escribir y contra la violencia machista y, desde que terminó de cumplir su condena el pasado mes de agosto, trata de rehacer su azarosa vida acogido en un piso de la Fundació Arrels.