Lola siempre pareció irreductible. Ni un ejército la vencía. Pero el maldito bicho le asaltó con las defensas bajas y demasiadas muescas en el cuerpo. Así que el 24 de marzo, Teodora González Jacinto, Lola para todos los cercanos de Noáin y alrededores, apagó su luz en el Hospital Virgen del Camino de Pamplona a los 83 años víctima del coronavirus.

Esta fue su vida, contada por su hija Pilar Durán González, con la que convivía y de la que no pudo despedirse. Pero a Pili no le importó no dar ya esos últimos abrazos. “Ella tenía pánico a morir sola. Siempre me decía: ‘Hija, hay que ir a todos los entierros y funerales para cuando nos toque y que los vecinos nos sientan cerca’. Y mira ahora. La han tenido que incinerar a 50 kilómetros porque si lo hubiéramos hecho en Pamplona teníamos que esperar un crematorio cinco días y además hubiera sido compartido. Pero, para mí, cada día con ella fue un regalo. Y me quedo con eso”, relata Pili, que emociona ya solo de transcribirla. “Mis hermanos (dos más que viven) residen fuera, me quedé viuda hace siete años y toda la familia vive como cerca en Irun. Estábamos la una y la otra”.

Así que Lola se fue en silencio, erguida como un roble y con la mano tendida del servicio de enfermería al que Pili agradece su dedicación y cercanía. “Estuvieron con ella todo el rato, me llamaban los últimos días y me decían que había tenido un hilo de conciencia, y que les contaba que vivía conmigo en Noáin, y que su marido había trabajado en el aeropuerto, y que ella era muy movida...”. “Es que movida lo era la verdad -la recuerda Pili-. No se le hubiera caído la casa encima. Era una trabajadora y una luchadora incansable”. Hasta que llegó el coronavirus. Pero queda dicho que resistió lo que le vino en vida contra viento y marea. Y así hizo pensar que podía ser irreductible. Se pinchaba insulina desde hacía 50 años por una diabetes que se le detectó desde bien joven. Por eso se le deterioró pronto la vista y en los últimos años experimentó problemas renales, que le obligaban a sesiones de diálisis varias veces a la semana. Su movilidad era reducida pero, pese al andador, se daba unos paseos por todo el pueblo. La jubiloteca era su refugio mañanero y, a la tarde, después de un café y un poco de sofá, se acercaba con un grupo de amigas al envidiable parque de los Sentidos. “Ya van quedando menos del grupo que se juntaban. Menuda pena”, rememora Pilar, que vive sola en casa, aunque su hijo Javier reside al lado y podía acudir ante cualquier emergencia. Pero, para los últimos días, habrá luego un buen trozo de relato.

Teodora González nació el 5 de junio de 1936 en la villa de Gata (1.450 habitantes), en la cacereña sierra de Gata. Con 28 años, ya junto a su marido Francisco Durán, cogieron las maletas para buscarse las habas. Llegaron a Irun en 1964 y allí Francisco empezó a trabajar como guarda de seguridad en el aeropuerto de Hondarribi. Pili nació al poco tiempo y su madre trató de compaginar la crianza de la primera hija con un trabajo en los ferrocarriles. En Irun se reunió gran parte de la familia extremeña, a la vista de las oportunidades laborales, y allí nacieron los cuatro hijos del matrimonio. “Pero mi madre era asmática y la humedad del mar y el tiempo de allí no le beneficiaba. Así, hicieron alguna excursión a Navarra, les gustó esto y que el clima fuera más seco. Y mi padre pidió el traslado al aeropuerto de Noáin. Aquí se vinieron en 1976 y ya se quedaron para siempre”, detalla Pili. Cuando los hijos fueron creciendo, Lola, a la que ni su propia hija sabe por qué llamaban así -“siempre pensé que lo hacían por acortarle el nombre”-, empezó a trabajar en casas de estudiantes y limpiando portales. Luego le apareció la diabetes y, para mantenerse activa, decidió que la mejor receta era recorrerse a pie lo que se le pusiera delante. Así que el camino de Pamplona a Noáin lo hacía y deshacía andando.

Lola siempre resistió al envejecimiento. A ello ayudó que la cabeza le funcionaba como un reloj. Con los primeros achaques, su hija contrató una cuidadora para su casa que le echaba una mano con las limpiezas de la mañana. Fue hace siete años, cuando falleció su marido, y para que así estuviera también acompañada. “Ella seguía cocinando y hacía las cosas de casa, pero cada vez me preocupaba más que le ocurriera algo”, confiesa Pili, que vivía a apenas unos metros de la casa de su progenitora. La rutina le hacía bien. De 10.30 a 13.30 salía todos los días a la jubiloteca. Fue una de las primeras y, seguro, que de las más entusiastas usuarias. Allí hacía sudokus, repasaba geografía o se afanaba en practicar matemáticas. No perdía destreza. Pili, mientras tanto, podía trabajar en las cocinas del Complejo Hospitalario de Navarra y compartir con ella las tardes. En 2016, tras una infección de oído que le afectó al hueso, permaneció tres meses ingresada en el hospital. Pili se pidió una excedencia y pudo así aguantar la situación, pero una vez recuperada decidió hacer reforma en casa para vivir juntas. Y así, madre e hija se acompañaban a diario, con la ayuda del Servicio Social de Base y la mañana sin falta en la jubiloteca.

En enero de este año comenzó el calvario. Lola, vacunada de la gripe, se contagió de ella en casa de alguien cercano. Ingresó en Nefrología, allí le sacudió un trombo, pero salió adelante. Pero los médicos vieron que podía recuperar más movilidad para que el tallo que era Lola no se doblara. “Fuimos a casa, pero no estaba del todo bien, así que ingresamos en San Juan de Dios el 5 de marzo para rehabilitarse. Empezó con alguna pequeña cosa, como una infección de orina. El 14 empezó a sospecharse de que podía haber algún contagio en la planta. Yo la visitaba con mascarilla, guantes y bata. La zona se aisló, pero lo que nunca me imaginé es que esto pudiera ser tan rápido. Empezó con tos y picos de fiebre alta. Como tenía que seguir diálisis, se la llevaban tres días a la semana. El 17 fue su última salida. Cuando el 19 volvió a la diálisis, me dijeron que había dado positivo y que iba a ingresar en Virgen del Camino. Y allí, sin saberlo, iba a ser nuestra despedida. Recuerdo que era un jueves y que no la quise alarmar. Estaba bien, hablaba normal e incluso esperaba seguir su rehabilitación en la habitación para caminar. Ya no la pude ver más. Yo también quedé aislada en casa, en cuarentena. Y así lo único que podíamos hacer era llamarla por teléfono. Hasta que ya no podíamos atenderla. Sus amigas estuvieron pendientes todos los días. Les faltaba para el café y la echaban de menos”, sonríe Pili.

Y aquí ya la historia no tiene vuelta atrás y solo un final triste y cruel. “El día 24 me llamaron al mediodía y me dijeron que estaba muy malica. Falleció a las 21.00 horas. Lo duro es que se marchó en plenas facultades y que yo estoy sola aquí (Pilar es viuda) y nadie de la familia pudo estar. Pero me quedo con todo lo que hemos vivido. No me han hecho falta estos últimos días, porque nunca hemos estado solas. Estábamos la una con la otra”, suelta Pili como corolario. Nadie podía escribir mejor epitafio para su madre. Cuando termine la pesadilla, Pili y su familia se reunirán en una ceremonia en Noáin para recordar a Lola. La irreductible.

“Fue luchadora infatigable. Era diabética, le daban diálisis, tenía movilidad reducida, pero no faltaba en la jubiloteca”

“Al dar positivo, traté de no alarmarla. Y ni me despedí, ni pude verla más. Pero recuerdo todo lo vivido”

Hija de Teodora (Lola), vecina de Noáin