- La pandemia ha cambiado tanto la vida de los españoles que las vivencias previas a la declaración del primer estado de alarma de hace un año parecen casi un espejismo a la luz de cómo se han trastocado sus costumbres, sus prioridades, sus miedos, mientras ponen sus esperanzas de futuro en las vacunas.

Este aniversario coincide con un momento delicado en la gestión de la crisis sanitaria, porque aunque en las últimas semanas se ha suavizado la incidencia de la tercera ola del coronavirus, la proximidad de la Semana Santa ha empujado a un endurecimiento de las restricciones de movilidad para evitar un mal repunte.

No son estas limitaciones, en todo caso, comparables al confinamiento domiciliario masivo de hace un año, una medida inédita en democracia que enclaustró a la población en sus casas pensando que tan extrema medida sería corta. Se alargó durante tres meses.

Los ciudadanos conservan aún en la memoria la dureza de aquel encierro y ahora tratan de aprovechar al máximo las posibilidades para salir y desplazarse que conceden las limitaciones en vigor, más o menos flexibles según cada comunidad autónoma.

Eso sí, el toque de queda nocturno activado desde octubre con el cuarto estado de alarma está plenamente asumido y resulta uno de los elementos que más está cambiando a la fuerza las relaciones sociales, los horarios y costumbres de los españoles, ya casi inmunizados frente a la adversidad.

Pero tras todo lo que está pasando persiste el doloroso trasfondo del elevado número de fallecidos diarios, que pese al tiempo transcurrido y los avances contra la covid-19 no son menos de los que había en los momentos previos al confinamiento, aunque sí se alejan de la cota alcanzada en el pico de la primera ola.

Jornada a jornada, a lo largo de 365 días, las cifras se han ido impregnando e incluso diluyendo en esta vida que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, definió como "nueva normalidad".

Cuando se activó el primer estado de alarma habían muerto en España 288 personas, 152 en un solo día; los datos recogidos el pasado viernes computan 173 fallecidos en 24 horas.

Los fallecimientos contabilizados oficialmente se ha multiplicado hasta los 72.258, y los contagios, cerca de 8.000 personas antes del confinamiento, llegan un año después a los 3.183.704 infectados, eso sí, con una capacidad mucho mayor de detección de la enfermedad.

Un año después casi todos los españoles tienen algún familiar, conocido, vecino o allegado que ha muerto o ha enfermado por el coronavirus, y su rastro emocional sigue latente, agravado porque muchos no han podido despedirse adecuadamente de sus mayores, el grupo con diferencia más castigado en toda esta crisis.

Las residencias fueron desde el primer momento el gran agujero negro de la pandemia, que se cebó con sus usuarios, mientras las autoridades centraban sus primeros esfuerzos en recomponer las infraestructuras hospitalarias ante el reto que se avecinaba.

El aluvión de enfermos en las UCI, donde permanecían ingresados mucho más tiempo que con otras patologías, amenazaba con colapsar los hospitales. No solo faltaba espacio, también material urgente, sobre todo respiradores, mascarillas, y equipos de protección. Se vieron imágenes de sanitarios vestidos con trajes improvisados con bolsas de basura.

También ha cambiado, y mucho, el modo en que se ha afrontado la crisis sanitaria desde las instituciones, desde un Gobierno que gracias a la activación del estado de alarma gozó de un poder nunca antes ejercido en democracia hasta un complejo ensamblaje de "cogobernanza" que hace que el peso de las decisiones descanse en las autonomías, aunque dentro de unos márgenes comunes.

El estado de alarma fue el instrumento jurídico escogido por el Gobierno para garantizar el cumplimiento de las duras medidas decretadas el 14 de marzo de 2020 y para asegurarse el control sobre sus decisiones en materia de orden público, economía o sanidad.

El mando único fue teniendo su coste, como constataban los menguantes respaldos parlamentarios logrados por el Gobierno en las prórrogas del estado de alarma desde una abrumadora mayoría inicial.

Así que tras el desconfinamiento y la relajación de un verano marcado por la "nueva normalidad", el Gobierno impulsó un nuevo modo de cogestión, la "cogobernanza", que pasaba por un marco genérico global de medidas que cada comunidad podía modular en función de su situación epidemiológica.

Consolidado el modelo de cogobernanza, los esfuerzos de las autoridades siguen centrados en sujetar la curva de contagios e impulsar la vacunación masiva, en un proceso que avanza lentamente, sometido a frenazos por los vaivenes del suministro por parte de las farmacéuticas.

Ya cuando el 12 de marzo de 2020 Pedro Sánchez anunció la activación del estado de alarma aseguró que la victoria contra la pandemia sería "total" cuando estuviera lista la vacuna. Un año después no hay una, sino tres vacunas disponibles en España (Pfizer/Biontech, Moderna y AstraZeneca), todas adquiridas por la UE, en abril llegará la de Janssen. El objetivo del Gobierno sigue siendo tener inmunizado al 70% de la población en verano.

Aplausos por los sanitarios. No pasó desapercibido el enorme esfuerzo de los sanitarios y, a partir del sábado 14 de marzo, víspera del confinamiento masivo, una iniciativa solidaria surgida en las redes sociales, un aplauso desde los balcones, fue creciendo hasta convertirse en el mayor símbolo de aquel duro trance colectivo. El aplauso de las ocho de la tarde ya forma parte de la memoria colectiva de la sociedad española, como un emblema espontáneo de cohesión social y empatía colectiva en favor del bien común. El sistema sanitario se ha adaptado, con mayor o menor éxito, a las exigencias de la pandemia, sin faltar polémicas por la falta de pruebas diagnósticas PCR suficientes, pero los usuarios ya se han acostumbrado a las consultas telefónicas y a acudir solo a los centros sanitarios cuando sea imprescindible.