El calor enajenante del bochorno, la mezcla rara del viento sur que hace enloquecer, el sol despiadado, la humedad y la capa de nubes que fueron tornando a negras a medida que transcurrían las horas, no presagiaban nada bueno, salvo el caos.
La etapa con final en Bilbao no aplaudió a ningún ganador porque ningún ciclista atravesó la línea de meta. Un pasillo de banderas en favor del pueblo palestino y en contra del genocidio que Israel está perpetrando se elevaron por encima de la competición.
Antes de que la carrera se convirtiera en una página de sucesos, quién sabe si luctuosa, la organización de la Vuelta determinó que no se daban las condiciones de seguridad necesarias para que el pelotón disputase el final en la Gran Vía. El objetivo era salvaguardar la integridad física de los ciclistas.
El primer paso por la artería principal que cicatriza Bilbao advirtió de un ocaso con cierto peligro cuando se detectaron movimientos de vallas y un punto de tensión suficiente para que prendiese el descontrol.
Ante esa situación, se desplegó la Ertzaintza y la Policía Municipal de Bilbao para garantizar que la situación no tomara un punto de no retorno. Siempre peligroso cuando se concentran las multitudes.
El final, por tanto, quedó amputado y se tomaron en consideración únicamente los tiempos válidos para la general a 3 kilómetros de meta. En esa lucha, Vingegaard y Pidcock, que se unieron tras trepar Pike Bidea, lograron una decena de segundos respecto a Almeida, Jorgenson y otros.
Ahí concluyó la competición, unidos los ciclistas circulando al trote camino de los autobuses, sin acudir a los fastos de Bilbao, que se quedó sin final, fundida a negro la Vuelta, obligada a reflexionar tras una jornada inolvidable.
El sol y la humedad contribuyeron al desasosiego al encuentro con el primer paso de El Vivero, la montaña que veneró a Igor Antón, en su triunfo en la capital vizcaina vestido con el naranja del Euskaltel-Euskadi.
No quedaba rastro de Soler, engullido, disparada la carrera entre colinas. El Vivero lo cosió la afición agitando emoción y gritos de apoyo, enfatizado con Mikel Landa, que asomó, a pecho descubierto, a dos hojas su ambición, entre los dolores de espalda que le vapulean el ánimo en la Vuelta.
Se dio un homenaje el de Murgia, agradecido al cariño de la cuneta. Una alivio para su padecimiento que brama por él ¡Mikel, Mikel! El calor de la ternura para protegerle. Buitrago se unió a la revuelta del alavés. Dos hombres y un destino. Caminaban en una lengua de asfalto que se desabrochaba entre la foresta.
Primer paso por meta
En el paso inicial por Bilbao, anegada la Gran Vía, repleta de aficionados y banderas de palestina que se agitaban para zarandear las conciencias frente al genocidio que perpetra el Estado de Israel, latían Landa y Buitrago, que continuaban con algo de aire. Se estaba cargando de electricidad la atmósfera.
Por detrás, el Visma apuntaba la flecha del deseo de Vingegaard. La de la derrota de Landa, lacerado por la caída del Giro. La fractura de vértebra le recordó la vulnerabilidad, la fragilidad del ser humano. Retorcido por el dolor, pinzada, la espalda, desistió el de Murgia, aprisionado por el padecimiento. El sufrimiento cincelado en su rostro. Un calvario para Landa. Una señal para la Vuelta.
Buitrago se catapultó en la segunda pasada a El Vivero con algo más de medio minuto. El UAE tomó el testigo del Visma. Todos pensaban en Pike Bidea. Vingegaard progresó en cuanto vio aletear a Vine. El danés tenía el colmillo afilado por la ambición.
Tensó como la piel de tambor a la espera del baqueteo, del redoble, en un muro de las lamentaciones. Almeida se desenmascaró en el tramo final de El Vivero. Vingegaard le tocó el hombro.
El movimiento del portugués sirvió de acelerante para desconsolar a Buitrago. Todo se concentraba en Pike Bidea, una subida repleta de minas, un muro solo para los elegidos. La entrada no es demasiado bronca, pero a partir del meridiano, se encabrita. Puñetazos al mentón. Piernas de madera. Jadeos.
El calvario de Pike Bidea
Rampas del 20% en Pike Bidea, que antes fue la cuesta de la Ola. Una ascensión de 2,2 kilómetros y una pendiente media del 9,5 % pero que después del kilómetro inicial se encabrita con rampas que alcanzan el 20% y suma varias al 15%. De hecho, en ese tramo, los 500 metros finales son de una pendiente media del 14,5% de desnivel.
Jorgenson fue el primer sherpa en una subida de piolet y crampones. Hombreaban las miradas, y se endurecían las piernas, oxidadas. Pidcock se desató con los muelles del entusiasmo. Salvaje. Descorchado, burbujeante. El inglés destempló en un par de chasquidos a Vingegaard, asfixiado por momentos. El danés sufrió pero se agarró al estirón cuando las rampas perdían un punto de aristas.
Boqueó Almeida, que no tiene el reprís de Pidcock. Tampoco el de Vingegaard. Cada metro era una pelea con uno mismo. Hasta la entrañas. Se subía a cámara lenta, a suspiros y jadeos. En la ascensión, corta y bronca de Pike, se agitó la Vuelta. De sus entrañas salieron los diez segundos que acomodan más al danés en el trono y que Pidcock recogió para presionar a Almeida.
Pike Bidea recogió la herencia que antaño poseía Sollube. La ascensión a Sollube recordó la figura de Jesús Loroño, campeón para el pueblo y vencedor de la Vuelta en 1957. Un años antes, un hito.
“He visto muchas cosas en el ciclismo, pero ninguna como aquella subida a Sollube en la Vuelta de 1956. Jamás vi tanta gente en una carretera como entonces”, recitaba la memoria de Antón Barrutia, compañero y amigo de Jesús Loroño, el mito, un terremoto que sacudía los corazones y las entrañas de la afición.
Loroño, un gigante en bicicleta, movilizaba a las masas como ningún otro hizo antes. Era el ídolo imbatible para los vizcainos que se asomaban por miles a las carreras. “Había tres o cuatro más veces afición que ahora”, rememoraba Félix Castañondo, que junto a sus amigos se desplazaba desde Zeberio, un pueblo encauzado entre montañas, por la traviesa carretera, para gozar del ciclismo en Bilbao y alrededores.
Antes que Loroño, el gran icono de la afición fue el no menos grande Federico Ezquerra. Era un ciclismo anterior a la maldita Guerra Civil, un desastre que borró millones de sonrisas e instauró un drama durante décadas. El ciclismo sobrevivió a duras penas. “La gente salía de las fábricas para ver pasar a los corredores y después de verles, volvía al trabajo”, describe Félix.
En Bilbao ardió la edición de 1956, que finalizaba en la capital vizcaina. “La de Loroño y Conterno, el italiano”, lanza sin pensarlo Félix. En la 17º etapa, entre Gasteiz y Bilbao, de 190 kilómetros, una hoguera de pasiones atravesó la carrera. Aún quedan los rescoldos de aquella pira.
El día que Loroño, en medio de la tormenta, atacó en Sollube hervía la afición bajo la tempestad. Le separaban 43 segundos de Conterno, que era apenas un espectro sobre la bicicleta. Llovía a mares.
“Mientras Loroño atacaba, Van Steenbergen ayudaba a Conterno y claro, Bahamontes, que empujó al italiano. De lo contrario no hubiese ganado la carrera”. En realidad, Bahamontes, némesis de Loroño, remolcó al italiano en Sollube.
La mano del Águila de Toledo logró que Conterno pudiera sobrevivir a la ofensiva de Loroño. En meta, los jueces sancionaron con 30 segundos a Conterno, campeón de la Vuelta en medio de la polémica. “Fue vergonzoso”, rememora Félix. La dolorosa derrota hizo que la devoción por Loroño creciera aún más. “Más de uno bebía brandy Majestad porque patrocinaba a Loroño”.
En la salida de Bilbao, Josu Loroño, hijo de Jesús, recordaba aquel pasaje y la posterior victoria, en 1957, de su aita en la carrera antes del desfile de los equipos. A Vingegaard, el líder de la Vuelta, de rojo, el Athletic le obsequió con una camiseta con su apellido serigrafiado. Dos años atrás, en la Grand Depart del Tour, Pogacar recibió el mismo honor del club bilbaino.
Vingegaard quiso ganar para regalarle la victoria su hijo, Hugo, que cumplía un año. No pudo ganar el danés. Nadie lo hizo salvo la dignidad de una protesta contra el genocidio de Israel. La Vuelta es un caos.