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La verdad que todos buscamos

Los veteranos cineastas Díez, Olea, Uribe y Armendáriz inauguran las mesas redondas del congreso de cine vasco

La verdad que todos buscamosFoto: A.G.

Donostia - La compañía Iberia se convirtió ayer en la mala de la película al dejar sin vuelo a Víctor Erice y hacer que quedase incompleta la primera de las tres fotos históricas que estos días se realizarán en el congreso Cine Vasco: tres generaciones de cineastas. Organizada por la Filmoteca Vasca en el marco de los cursos de verano de la EHU-UPV, la cita comenzó ayer en el Palacio Miramar con varias ponencias y con la primera de las tres mesas redondas de realizadores vascos, protagonizada por los más veteranos, aquellos que, tras el silencio impuesto por la dictadura, forjaron los cimientos del denominado cine vasco a finales de los años 70 y en la década de los 80.

Los inicios Salvo en el caso de Montxo Armendariz, que nunca había abandonado su Navarra natal, todos protagonizaron un regreso a Euskal Herria en los años 80. Imanol Uribe (San Salvador, 1950) vivía en Madrid, donde estudió cine, aunque había pasado periodos vacacioneales en Euskadi. “Recuerdo que de niño mi abuelo paterno me hacía desfilar con una escoba por el pasillo cantando el Eusko Gudariak”, rememoraba ayer. Tras rodar algunos cortos, filmó el documental El proceso de Burgos (1979) y se instaló en el País Vasco para embarcarse en La fuga de Segovia (1981). “Mi intención no era hacer cine vasco, pero me atraía la temática. Para mí el cine fue un vehículo de conocimiento y en aquel momento la realidad más palpable y que estaba a flor de piel era el tema de ETA y la violencia”, reconoce.

Olea (Bilbao, 1938), el más veterano, había rodado en Madrid varios largometrajes. Después de Un hombre llamado Flor de Otoño (1978), el productor José Frade, con quien tenía un acuerdo para hacer una película al año, le ofreció otro guión de Rafael Azcona -Sangre y arena, con Sharon Stone-, pero él lo rechazó porque no le gustan los toros ni los entiende y, además, quería hacer una película de brujas. “Frade decía que eso no daría un duro y al final rompimos muy amigablemente”, afirmó el director, que se instaló en Bilbao, se matriculó en AEK para aprender euskera y logró terminar Akelarre (1983), su primer filme vasco.

Por su parte, Ana Díez (Tudela, 1966) estudió cine en México e ingresó en el denominado cine vasco cuando este fenómeno era ya “un superéxito”. Primero trabajó como ayudante de dirección en varios proyectos, entre ellos 27 horas (1986), de Arméndariz, que ayer se sentó a su lado. Hasta que Ángel Amigo le ofreció dirigir Ander eta Yul (1989), un primer largometraje que hablaba de cuestiones como ETA y las drogas.

Armendáriz (Olleta, 1947) no estudió cine, sino que aprendió a base de ver películas en un cineclub clandestino y rodando cortos documentales en Super 8. “No nos reunimos con intención de crear un cine vasco ni una identidad, sino para que el cine fuese reflejo de la realidad que vivíamos -manifestaciones, huelgas, etc.-”, explicó el navarro, cuya generación se fijaba más en la temática que en la narrativa. Entonces, cuando rodaba el documental Nafarroako ikazkinak (1981), conoció al personaje que “cambió” su vida, el carbonero Tasio, que le inspiró la historia y el protagonista de su primera cinta de ficción en 1984.

Del documental a la ficción Como bien subrayó el moderador Santos Zunzunegui, los cuatro tienen en común haber realizado “una especie de viaje del documental hacia la ficción”. El ejemplo de Tasio es obvio, pero también lo es el caso de Imanol Uribe. Su viaje fue “muy fácil” porque de firmar El proceso de Burgos pasó a La fuga de Segovia, “que es casi una película documental”. De hecho, el productor Ángel Amigo, uno de los protagonistas reales de aquella histórica huida, tenía tal “obsesión” por reproducir sus recuerdos que el equipo llegó a extremos “realmente obsesivos”, como recrear exactamente el agujero por el que se fugaron los presos. Su siguiente filme, La muerte de Mikel (1984), fue “un salto a la ficción total, aunque está lejanamente inspirada en hechos reales”.

De igual modo, Akelarre es una ficción, aunque la historia tiene mucho de “documental con un triángulo sentimental: el bueno, el malo y la chica”. Además, Olea se preocupó de no perder de vista el enfoque “antropológico” de la historia e incluso se entrevistó con Julio Caro Baroja, que no quiso aparecer en la película. “Quería hacer una película antropológica, didáctica y que funcionara como una historia de amor y de brujas”, dijo.

También fue un documental el primer largometraje de Díez, titulado Elvira Luz Cruz, pena máxima (1985). Después, durante su carrera ha mezclado trabajos de ese estilo con obras de ficción, aunque cuando realiza proyectos de este tipo se preocupa mucho de documentar las historias.

“Yo no distingo entre documental y ficción, y si he hecho más ficciones es porque del documental no se puede vivir”, terció Armendáriz, que citó el caso de Las cartas de Alou (1990). El filme, que ganó la Concha de Oro en el Zinemaldia, nació como documental, y de hecho, llegaron a rodar 20 días con cámara oculta. Como no dio los resultados esperados, tuvo que escribir una ficción sobre la inmigración clandestina. También mencionó 27 horas, una ficción que parte de su experiencia real como profesor de electrónica en el instituto politécnico de Errenteria en 1981. Allí conoció a varios chavales de 16 y 17 años que vivían inmersos en el infierno de la heroína.

“En el cine, ya sea en el documental o en la ficción, siempre busco la autenticidad, y de ahí que mi forma de entender la dirección de actores tenga que ver con la búsqueda de lo auténtico”, señaló el cineasta navarro, a lo que Ana Díez apostilló: “La verdad que todos buscamos”.

CINE VASCO Con plena humildad, ninguno dijo haberse sentido en su día pionero del cine vasco, aunque Pedro Olea reconoció que sí “había un cierto ambiente de que se estaba cociendo algo”. “Hubo una época en la que funcionaba lo del cine vasco”, afirmó el bilbaino. Hoy en día, sin embargo, esa etiqueta “se ha ido deslavando” y no se emplea en los medios de comunicación, según afirmó Díez, que sí escucha hablar de películas de autores vascos. A finales de los 80, a ella le resultaba extraño responder a las preguntas sobre qué es cine vasco: “Es como cuando ahora me preguntan por qué es eso de cine de mujer. Yo no hago cine vasco, sino el cine de lo que yo he vivido y quería contar”.

A finales de los años 70, Armendáriz sí participó en “esa especia de ilusión o utopía” de impulsar “un cine vasco con unas señas de identidad”, aunque para ello era “indispensable” que existiera una industria. El único intento fueron los famosos ikuskas de Antxon Ezeiza, pero “fracasó y se vino abajo”. Después, en los 80, hubo “un cierto auge” porque el Gobierno Vasco concedió subvenciones y se hicieron varias películas que tuvieron éxito. “Yo soy hija de esas ayudas y si no hubiesen existido, no podría haber hecho cine aquí”, aseveró Ana Díez.

Vuelta A MADRID Pero a finales de los 80, las subvenciones dejaron de llegar y eso provocó el regreso de los cineastas vascos a Madrid. Por ejemplo, Uribe se marchó para participar en la serie Dos orillas tras rodar en Bilbao Adiós pequeña (1986). Olea también puso rumbo a la capital española muy dolido porque el departamento de Cultura le negó una ayuda para un proyecto sobre el crimen de Beizama. “Me dijeron que daba una mala imagen de Euskadi y les dije que yo no hacía cine para dar buena imagen de ningún sitio. Tuve varias charlas con un par de lehendakaris y con el que llevaba las ayudas al cine en el Gobierno Vasco, un tío al que pusieron en el cargo solo porque durante el franquismo había colocado una ikurriña en una iglesia. Todo era kafkiano y diabólico. Me fui con mucha pena y después de hacer Bandera negra (1986) en Bilbao mi siguiente película fue El día que nací yo (1991), con Isabel Pantoja”, recordó, divertido, el autor de El maestro de esgrima (1992).

“Yo, como empecé aquí, lo único que hice fue irme debido a las circunstancias”, agregó Armendáriz, que se adaptó a Madrid “con bastante dolor” y que llamó la atención sobre los importantes cambios han sufrido los sistemas de producción y de distribución en las últimas dos décadas.

Ana Díez dice no haberse ido “nunca del todo”, pues como el resto, busca cualquier excusa para volver a rodar en Euskadi de vez en cuando. El problema, opinó en alusión también al Estado, es que “no hay una política cinematográfica potente ni coherente que potencie la gran capacidad de cultura audiovisual que tiene este país”.

“Y sería tan sencillo como copiar el modelo francés, que entre otras cosas cobra un canon a cada película americana que se estrena e invierte ese dinero en ayudar al cine francés”, apuntó Olea, a quien, por otra parte, le maravilla que la joven generación de cineastas vascos pueda trabajar en euskera y hacer películas tan emocionantes como Ander (2009), de Roberto Castón, o 80 egunean (2010), de Jon Garaño y Jose Mari Goenaga. Este último, al igual que Pablo Malo, seguía el debate entre el público. Mañana participarán junto a otros colegas en la tercera y última mesa redonda: la de la tercera generación.

Hoy, la segunda generación

Segunda generación. El congreso comenzó con un acto en el que participaron la consejera vasca de Cultura, Cristina Uriarte; la diputada guipuzcoana del área, Ikerne Badiola; el responsable provisional de Donostia 2016, Xabi Paya; el director de la Filmoteca, Joxean Fernández; y el de los cursos de verano, José Luis de la Cuesta. Después, el catedrático Santos Zunzunegui pronunció la conferencia inaugural, Por qué y cómo seguimos todavía hablando de cine vasco. Hoy habrá ocho ponencias y la segunda mesa redonda de cineastas, con Daniel Calparsoro, Helena Taberna y Enrique Urbizu. La presencia de Julio Medem y Juanma Bajo Ulloa está por confirmar.