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Tiempos nuevos, tiempos salvajes

Tiempos nuevos, tiempos salvajes, decían los Ilegales de Jorge Martínez allá por la orwelliana fecha de 1984. No les faltaba razón: los tiempos siempre fueron nuevos y salvajes, los de ayer y los de ahora. La vigencia de ese título sigue siendo inapelable más de tres décadas después, como lo es el rock and roll de los de Gijón, viejos lobos de mar en aguas turbulentas que nunca han dejado de remar y sacar canciones nuevas. Las últimas vienen recogidas en el disco La vida es fuego, que presentaron el sábado pasado en una casi abarrotada sala Zentral. Aunque lejos de conformarse con eso, y como era de esperar, Jorge -muy en forma- y su banda repasaron lo más granado de toda su carrera en un concierto que se alargó durante aproximadamente hora y media a través de nada menos que ¡treinta canciones!

Pero volvamos al principio. Mientras que el público tomaba posiciones en la sala y se remojaba el gaznate con las primeras cervezas, salió a escena Somos Trinidad, trío de rock en castellano con sonido strato agudo que concluyó con la versión de la canción tradicional House of the Rising Sun popularizada por los Animals en la década de los 60.

No tardaron mucho en salir Ilegales, ya con la sala a reventar y un público ávido de rock & roll macarra y peligroso, apegado a la calle, al alcohol, las anfetaminas, las peleas, los delincuentes juveniles y los bares. Los chicos desconfían, “preparados para su mala acción del día”, fue la primera. Aquello sonaba con empuje, la voz de Jorge muy arriba y todos los elementos muy bien definidos.

Al bajo vimos a Willy Vijande, quien ha regresado a Ilegales para cubrir el puesto de Alejandro Blanco tras su reciente e inesperado fallecimiento. Vijande grabó álbumes míticos como Agotados de esperar el fin (1984) , Todos están muertos (1986) o Chicos pálidos para la máquina (1989). Y precisamente, después de Bar, del nuevo disco, tocaron Chicos palidos... que sonó a garage-punk bien engrasado. Es obvio que no podemos detenernos en todas las canciones que interpretaron, así que vamos a cribar un poco la cosa. Nos gustaron la clásica Agotados de esperar el fin; África paga -“África lleva mucho tiempo pagando las facturas del mundo y sigue haciéndolo”, dijo Jorge-, No me gusta el trabajo, con su pegada surf; Yo soy quien espía los juegos de los niños, temazo que el personal cantó junto a la banda; Europa ha muerto, viejísima canción que sonó desgraciadamente actual; la macarra Hacer mucho ruido; la skatalítica ¡Hola mamoncete!, o el surf pervertido de El número de la Bestia. Aquello era un no parar, y lo decimos en sentido literal, porque encadenaron las canciones casi “a lo Ramones” imprimiendo un ritmo vertiginoso. Jorge, que si algo tiene son guitarras eléctricas, no cambió la suya ni una sola vez en todo el concierto.

La traca final estuvo compuesta por grandes clásicos de la banda que devinieron en agitación y regocijo del personal, que se lo estaba pasando en grande. Entre otras, sonaron Dextroanfetamina -“no soy moderno, no esnifo cocaína, me revienta esa tonta medicina”-, Tiempos nuevos, tiempos salvajes -“levántate y lucha, ésta es tu pelea, no voy a luchar por ti”-, que le va como anillo al dedo al contexto político actual; o Soy un macarra -“soy un macarra, soy un hortera, voy a toda hostia por la carretera”-. Se despidieron con Destruye que dedicaron a Alejandro Blanco.

En un momento dado del concierto, Jorge dijo de sí mismo: “Soy un hombre que lucha consigo mismo y a veces pierde”. Por lo menos, el sábado Jorge ganó la batalla del directo a la manera en que lo hacían en aquel año orwelliano, esto es, sin hacer concesiones: “No vamos a rendirnos nunca, no engañamos al público haciéndole la pelota”, sentenciaban entonces. Así fue, y aunque no en neolengua, así se lo hemos contado.