La del viernes fue una noche desapacible solo a ratos. Por lo menos, los seguidores de Dorian que se reunieron en la sala Tótem, y no fueron pocos, tenían cosas mejores en las que pensar que en el frío y la lluvia. Lo que por nuestros oídos entró y nuestros ojos vieron lo incluiremos dentro del apartado genérico de indie, aunque a día de hoy bajo esta etiqueta caben tantas cosas que lo mejor será ir desmigándolo todo poco a poco. Y lo haremos desde el principio, con los teloneros Shinova. Llegados desde Bilbao, arrancaron la velada con pegada y desplegaron un pop intenso a través de una decena de temas, entre los que escuchamos Tengo, A treinta metros o El país de las certezas.

Los chicos y chicas de Dorian salieron a escena a eso de las 23.20. Aparecieron a nuestros ojos a medida que se disipaba una neblina iluminada con haces de luz azulados. Tras la intro, la primera en sonar fue Los amigos que perdí, que nos trajo un sonido medido que en absoluto avasalló nuestros oídos, como ocurre en algunos directos. Entre el público había muchísimas chicas, y fueron ellas quienes más se dejaron oír ya desde la primera canción. Los catalanes arrancaron pisando fuerte, y por eso pusieron en la pole position el tema Verte amanecer, que se encuentra entre lo más aplaudido de Dorian, y con el que ya aparecieron esas letras mucho menos inocentes de lo que en un principio pueda pensarse -“para qué creer en Dios si él no cree en nosotros”-. Dorian llegaban a Villava después de tocar muchísimo, y a pesar de que en alguna ocasión se les haya acusado de flojear en directo, el viernes nos demostraron todo lo contrario, apareciendo como una banda bien fogueada y desplegando un sonido con empaque y sin fisuras y con una personalidad única y reconocible. No en vano, muchas de las canciones de Dorian tienen un toque onírico, una especie de capa de ensoñación tejida por samplers y teclados, y por eso se nos revelan algo oscuras y astrales.

Marc Dorian, que lucía un guardapolvos negro y un corte de pelo muy modernista, expresó su deseo de que éste fuera el mejor concierto de cuantos habían dado en Pamplona, y lo dedicó al músico canadiense recientemente fallecido: “Tendría que haber más Leonard Cohens y menos Donald Trumps”. Continuaron con Soda Stereo y Estudios de mercado, en la que se deslizó alguna pulla que otra: “Hay idiotas encerrados en coches de mil caballos”. Entre tanto, una pareja de mediana edad bailaba, cantaba, se emocionaba y se abrazaba. Aunque toda la sala hubiera estado con cara de seta (es un suponer, no fue así en absoluto), a ojos del cronista, la reacción de esas dos únicas personas ya hacía ganadores a Dorian. Y precisamente, a los seguidores más veteranos de la banda les dedicaron la vieja Tan lejos de ti, que presentaron con ropajes renovados. Nada de olor a naftalina, oigan.

Fue con Arrecife que la gente volvió a cantar junto con el grupo -“una canción desesperada, una enciclopedia de la desolación”-. Gustó y nos gustó. Y subió la temperatura con Paraísos artificiales, otro de sus hits. Bailar y cantar, no quedaba otra. Lo mismo ocurrió con Cualquier otra parte y, aquí sí, la sala se vino abajo. Era previsible. El éxito indiscutible de Dorian sonó como aquella vez que la escuchamos por primera vez hace ya muchos años, y nos trajo pisos oscuros y pastillas rosas dentro de una canción (aparentemente) sencilla cargada con un halo de romanticismo subterráneo, más efectiva que Messi al borde del área contraria, o en cualquier otra parte (del césped, se entiende).

Otro de los momentos de la noche vino de la mano de la última canción: Tormenta de arena. Con un público entregado y Marc subido sobre uno de los monitores, dispararon confetis, soltaron globos y entre “corrientes circulares y otros planetas”, pero sin el bajón del que habla la canción, se despidieron de Iruña bajo una sonora ovación.