madrid - A velocidad de “caracol paralítico”, Francisca Artigues, la madre de Miquel Barceló, ha bordado los dibujos de su hijo para Vivarium, un libro y una exposición sobre la existencia, un contenedor de imágenes alumbrado a través de un “cordón umbilical” de aguja e hilo por el que fluye pintura.

“No había nada planificado. Primero ella empezó a bordar y luego yo a darle dibujos y colorear. Hemos hecho un trabajo gotita a gotita, casi de puntillismo con un hilo muy largo, lleno de significado, que nos volvía a unir”, explica el mallorquín (1957). Artigues (1926), que el jueves mismo terminó de bordar una de las piezas que se exponen, no se ha dejado arrastrar por el feroz torrente creativo de su hijo y, puntada a puntada, ha querido poner racionalidad a su pretensión de pulpos de nueve patas: “Cuando discutimos sobre algo, sobre todo si le decía que tenía que descoser algo, ha acabado ganando ella”, rememora el pintor. En esta exposición “antológica” de la obra de Artigues-Barceló, que ayer inauguró La Fábrica en el Jardín Botánico de Madrid, 13 bordados y 30 dibujos, figura la primera pieza que expusieron, hace ya cinco años, un tapiz de 4x3 metros habitado por los seres del universo Barceló. Vivarium es el gran bordado, el tapiz, pero también es “un lugar de vida”, un vivero, en el que sus fantásticas criaturas, sus peces y pulpos han emergido gracias a la materia orgánica que Artigues y Barceló les han aportado, una obra “llena de ADN”. Es un universo que está encerrado en una trama de hilos, como una tupida red, pero que en su disposición parecen siempre a punto de abandonar la tela, reconoce.

“Mi madre siempre ha hecho piezas con un objetivo finalista, es decir, un mantel para la mesa o una colcha para la cama, cosas que se usan, y ese tapiz -que tardaron dos años en hacer- es el único que se sale de esa norma”, detalla el artista, que prepara un libro sobre Fausto, una exposición en Madrid y una antológica que se verá en Japón en 2020.

Artigues, que presumía de joven que desde el monte era capaz de ver la hora en el reloj de su pueblo, borda cada día entre 8 y 10 horas con el laborioso punto mallorquín, que se hace con un pequeño bastidor. Empezó, recuerda su hijo, cuando falleció, a los 100 años, la abuela Margarida, una gran aficionada a los bordados, y, sobre todo, cuando dejó su otra gran pasión, conducir. “Es muy testaruda y se sacó el carné ya con sesenta y tantos años y para ella aquel coche Twingo que se compró fue como descubrir un mundo nuevo, pero dejó de hacerlo porque empezó a pensar que podía ser un peligro”, relata. Y ahí fue el momento de recuperar un talento artístico que plasmó en acuarelas cuando se casó y que decidió sepultar una vez que nacieron sus hijos, aunque le “transmitió” a su primogénito, Miquel, las cajas de acuarelas y de óleos. “Mis hermanos y yo le hemos insistido muchas veces en que volviera a pintar, pero siempre ha dicho que era yo el que tenía que hacerlo”, explica. Y la madre contó que tienen una especie de ritual: “Él me traía los papeles con dibujos y yo los calcaba con papel transparente. Para mí era como pintar bordando y me realizaba también”. A los dos, hacer público algo tan cotidiano y familiar les resulta algo “raro”, pero a Barceló también le motivó la idea de mostrar una parte de su arte alejada de la “grandilocuencia”. Se trataba, al mismo tiempo, de mostrar otro “hilo” que les une y que, más allá de lo familiar, representa una pasión común por el arte. - Efe