La tercera edición del Festival SantasPascuas llegaba a su fin y lo hacía igual que se ha desarrollado, de manera brillante. Este año su apuesta había sido clara en pos de la variedad, el eclecticismo y la vanguardia. Y así fue también su último cartel, en el que convivieron una figura veterana del pop español y otra de reciente aparición; el clasicismo de Christina Rosenvinge y el rupturismo de el Niño de Elche.

Actuó primero la hispanodanesa, convertida en algo así como el hada madrina del festival, pues ya actuó en el mismo escenario durante la primera edición. En esta ocasión venía para presentar su último trabajo discográfico, el excelente Un hombre rubio, y con el Premio Nacional de las Músicas Actuales metido en el bolsillo desde hace pocos meses. Habíamos visto y reseñado en estas mismas páginas un concierto completo de esta gira (en San Adrián, mes de julio), y este fue similar, aunque con el repertorio recortado para ceñirse a los horarios del festival. Abrió su actuación con el rock sintético de Niña animal, a la que siguió El pretendiente, tema que combina la denuncia social con unas guitarras deudoras de David Bowie. Siguieron desgranando cortes de su último disco, aunque con esporádicas visitas a su pasado reciente, como la familiar Jorge y yo, que recupera recuerdos de su infancia junto a su hermano, La distancia adecuada, más vigorosa que en el disco, o Alguien tendrá la culpa, utilizada por El Drogas como intro de muchos de sus conciertos. Entre las más recientes, destacaron Pesa la palabra, Romance de la plata o La flor entre la vía. En el tramo final brilló su interpretación en La muy puta, en la que se contoneó y terminó cantando tumbada en el suelo, y el bis de La piedra angular, una canción que, según confesó, escribió pensando en cantantes como Loquillo o Nacho Vegas, (“con voz profunda y mucho cuento”, dijo entre risas), pero que finalmente se quedó para ella. En Baluarte, un afortunado espectador subió a bailar este vals con ella en el escenario.

El cierre de la noche, y del festival, corrió a cargo de El Niño de Elche, un transgresor del flamenco a quien acompaña siempre la polémica. Parece evidente que también la busca; inició su show desnudándose delante del público y vistiéndose de traje, cual torero, con la ayuda de los dos músicos que le acompañaban (guitarra y teclados). Iconoclasta y renovador, dueño de un discurso propio que impregna su obra y también sus sarcásticos soliloquios entre canciones, Francisco Contreras (así se llama), cantó en catalán, utilizó samplers, abogó por acercar el flamenco al pueblo, derramó generosas dosis de misticismo, se burló de sus críticos, de Vox, de los nacionalismos y hasta de algunos puntos del Estatuto de Autonomía andaluz y se metió, fruto de todo ello, al público en el bolsillo. Fue el fantástico broche de oro para un festival de cinco estrellas, con un cartel variado, exquisito y en absoluto obvio. Ya esperamos la próxima edición.