los Goya en Sevilla tampoco fueron una maravilla en una ceremonia en la que los bostezos y las sonrisas se entremezclaron bajo el signo de cierta confusión. Hubo algo de déjà vù y mucho de rutina en un ritual dirigido con aplomo por un Buenafuente que parecía aplicarse con la tranquilidad con la que un párroco que celebra la misa de todos los días.

En ese proceder, la cerrazón de los sobres y la ausencia de interés en los agradecimientos, con la excepción del conmovedor Jesús Vidal, del inteligente y sensible Javier Fesser y, en otro tono, del “maestro” Antonio de la Torre, lastraron una edición sin chicha ni limoná. Lo interesante, lo que no debería pasarse por alto son algunas cuestiones inscrustradas en los pequeños detalles y en ciertas paradojas.

Por ejemplo, ¿qué moraleja surge del hecho de que El reino ganase siete “goyas” y sin embargo no fuese considerada la mejor película? ¿Cómo es posible tener el mejor guión, los mejores actores -principal y secundario-, la mejor edición y el mejor director y sin embargo perder ante un filme protagonizado por actores aficionados y con un relato narrado en mil y una ocasiones?

La respuesta sería poliédrica. La principal, que a Campeones le avalan casi 4 millones de razones-espectadores; cien millones de “euro(razone)s” y una cuestión de contenido. Lo insinuó Sorogoyen, el director de El reino, cuando cogió el Goya a la mejor dirección. Había, en su sonrisa, una pequeña sombra. Ya desde el inicio, el equipo de Fesser advirtió a Sorogoyen que ese partido se lo pondrían difícil. Además, ya se sabe, entre asomarse al fondo de la corrupción y percibir que pocos son los corruptos pero muchos los culpables que con su pasividad les dan alas, o exaltar el esfuerzo de quienes parten en desventaja, la piedad siempre gana.

Desde su presentación en el Zinemaldia, donde fue el filme de Isaki LaCuesta quien le ganó la Concha -de ahí que Sorogoyen tuviese la gallardía de decir que Entre dos aguas era mejor que su “reino”-, se impone la sensación de que a Sorogoyen se le tienen ganas.

El reino era y es la mejor película española de cuantas han optado “oficialmente” por el Goya -hay otros cines, pero esos solo aparecen en la pedrea o en el olvido-. Pero en la Academia votan muchas gentes y muchas veces no desde el conocimiento ni con criterio, sino desde la amistad, la envidia y la cartera. Ya se ha dicho en otras ocasiones, sería muy interesante saber el número de votos, los porcentajes y las procedencias para relativizar esa línea que separa el éxito del ninguneo. Pero eso, como los dichosos sobres, tienen la boca sellada.

En cualquier caso, el triunfo de Campeones parecía haber sido escrito por un guionista de Hollywood. Durante toda la noche, uno tras otro, hasta siete veces, caían los premios para el poderoso “Sorogoyen”, pero al final, en el último suspiro, la muchachada de Campeones, sin demasiado cine, sin lecciones políticas ni molestar a nadie, ganaron para desatar la algarabía. Mejor vibrar con el triunfo de los desheredados que tragar el sapo de la responsabilidad política en una situación de corrupción generalizada.

Al margen de ese crescendo que premia la humildad y penaliza la mala conciencia, la nota distintiva de esta edición es que se cumplieron los pronósticos, salvo en un caso muy particular. Hubo una gran perdedora la noche de San Blas, y se escenificó en el gesto de asombro sin impostura ni artificio que apareció en el rostro de su más joven coprotagonista.

Hablo del olvido inmerecido a dos estupendas actrices, Lola Dueñas y Anna Castillo, ambas unidas “filialmente” en Viaje al cuarto de una madre. Las redes echaban humo y rezumaban ironía ante la expresión de Anna Castillo, una actriz de origen navarro que, en apenas tres años, ha madurado magníficamente y que, ahora, cuando acaba de firmar su mejor interpretación, se queda sin Goya. Buena parte de la culpa reside en que ese aire de cine independiente, hecho de rigor, sin concesiones, sin falsas coartadas de populismo ni ningún otro “ismo” de idoneidad política, que constituye el Viaje al cuarto de una madre se les atraganta a los mercaderes del cine español.

En ese panorama en el que cada vez menos películas son vistas por más público y el resto se ve condenado a la invisibilidad, el éxito de Un día más con vida de Raúl de la Fuente, Goya a la mejor película de animación, representa otra paradoja. En ella, lo importante no es la animación, se sirve de la rotoscopia, sino su esencia de docuficción comprometida. Importa mucho más su interior que sus formas (re)dibujadas pero, al menos, la odisea de De la Fuente ha sido felizmente reconocida.

Y qué podemos decir de una industria que premia a Roma, cuando la avaricia del sector de la exhibición ha puesto todo tipo de trabas a su proyección en las salas de cine. El filme de Cuarón permanece inédito en la mayor parte de ciudades españolas porque la industria de los vendedores de palomitas ha desembocado en un monopolio monocorde y manipulador más asfixiante que el que se vivía en pleno franquismo. Para las películas apoyadas por las grandes plataformas televisivas, el problema no lo es tanto; esa es la grandeza de Roma; pero para el cine de bajo presupuesto y ninguna concesión, el futuro que se vislumbra es aterrador.

En ese sentido, la fiesta del cine español, la fiesta de los Goya, no hizo sino ratificar el modelo de beneficio que desean los traficantes de películas ajenas. Y que conste que el arrasador éxito de Campeones; ese caminar por el borde del populismo y la pornografía emocional, mantiene su dignidad por la actitud de un hombre de principios llamado Fesser. El problema vendrá cuando otros que no posean su templanza y su ética, se lancen como perros de presa a corroer y explotar la enorme humanidad de estos “campeones”, antes discapacitados, a quienes la vida real les pone demasiadas trabas.