Concierto de planteamiento muy interesante, sobre el papel, con obras de trío de cuerda con flauta, que se escuchan poco. Pero el resultado no fue tan bueno como el planteamiento, ni mucho menos, porque el violín primero, el que suele llevar la dirección del cuarteto, no estuvo a la altura técnica -sobre todo en Tchaikovsky- del resto de sus compañeros. Un violín hiriente, con abundantes fallos en las notas, por razones obvias, lastra todo planteamiento expresivo de las obras, por más que el resto de componentes luzcan sonido apropiado. En la otra cara de la moneda, el flautista Máximo Mercelli, cumplió con su cometido, sacando al instrumento un sonido redondo y cálido, muy a madera. Fue precisamente la flauta y el trío de cuerda quienes abrieron la velada: Cuarteto para flauta en re mayor de W. A. Mozart. Partitura muy agradable, como no podía ser de otra manera tratándose del salzsburgués, e interpretada muy correctamente, con protagonismo de la flauta que, sin embargo, no pudo disimular algún roce del violín vecino. Del cuarteto número uno de Tchaikosvky poco se puede salvar: el primer movimiento estuvo, por momentos, desfigurado por las desafinadas notas del violinista, aunque la viola servía un sonido potente y de muy bellos graves, y el violonchelo hacía lo propio. El precioso andante cantábile estuvo mejor de afinación, pero la versión elegida por Chilingirian, el director -que, además, da nombre al grupo-, me pareció un tanto anticuada, por los continuos portamentos, que, a mi juicio, desvirtúan la pureza de la línea melódica; no obstante hay oyentes a los que les gustan los portamentos, los consideran muy románticos. Quizás en alguna interpretación vocal queden bien, pero muy esporádicamente.

El finale resultó bastante chillón; no lograban empastar los instrumentos graves, y eso que, aquí, sí que la versión, mucho y bien acentuada, estaba bien planteada. Lo mejor de la tarde fue, para mí, el Cuarteto para flauta de Penderecki: un comienzo muy misterioso, con timbres orientales de la flauta nos introduce en una sonoridad bastante etérea, abstracta, a veces, pero siempre hermosa, por muy a los extremos que se sitúen las notas. Muy bien, y fundamental, el pedal del violonchelo y la viola, que subraya y sostiene al solista. Y terminó la función con el cuarteto Op. 95 de Beethoven, que redimió algo el chandrío en Tchikovsky. Más empastado, muy bien acentuado, poderosamente, el tercer movimiento, y final brillante, aunque tampoco completaron una sonoridad hermosa.

Y un detalle para nuestros queridos amigos de la Fundación Gayarre, que tan generosamente mantienen este ciclo como servicio público: agradeceríamos que los diferentes movimientos de las obras no las pusieran en un color rosa ilegible; y otro tanto con los subrayados de las notas al programa; no me meto con el diseño -en nuestro tiempo el diseño manda-, pero hay que facilitar la lectura.