Probablemente uno de los pocos pianistas -si no el único- que podría dar todo un concierto de propinas de diversos autores es Sokolov. Porque, en este concierto que nos ocupa, y haciendo gala de su, ya proverbial generosidad, pasó por Schubert, Rameau, Griboedov y Debussy, con una asimilación magistral de sus mundos musicales tan distintos. Ciertamente, la vuelta de Sokolov a Pamplona -( tercera vez, antes, en 1997 con Bach, y en 2006 con Beethoven y Schumann)- ha vuelto a ser un acontecimiento pianístico de primer orden. Sin duda lo que más se admira del taciturno e imperturbable pianista ruso es su pulsación en el matiz piano, también en la media voz; pero, sobre todo, en el adelgazamiento del sonido hasta extremos inexplicables. No es fácil entender el control de la pulsación que tiene este pianista, ya que, continuamente, va una sonoridad, en la que un grado minúsculo de presión menos, ya le dejaría sin sonido. Y no es algo que le salga esporádicamente, es que se recrea en ello; y es capaz de frasear en ese borde tan extremo del silencio, con una homogeneidad de sonido, que mantiene al auditorio en vilo. Como dice el pianista, a modo de declaración de intenciones: “Toco lo que quiero tocar”. Por eso sus versiones resisten mal las comparaciones con otros grandes. El Schubert, por ejemplo, no es ni mejor ni peor que el referencial de Brendel; es igual de magistral.

No fue especialmente espectacular el programa presentado -hubo muchos a los que lo que más les gustó fueron las propinas-; pero, claro, todo lo que toca Sokolov adquiere otra dimensión. Beethoven ocupó la primera parte. En la sonata número tres en Do mayor, Sokolov estuvo comedido, aunque sin renunciar a esos fuertes súbitos que siguen a las delicadísimas notas dejadas al aire; notas, en matiz piano, o a media voz que siguen sonando puras, sobre la resonancia del pedal anterior. El uso del pedal, otra perfección del pianista. En este sentido -y esto va a ocurrir toda la velada- los movimientos lentos adquieren una profundidad y plenitud esenciales. De esta sonata, el adagio, por ejemplo. Pero luego, vinieron las Once Nuevas Bagatelas Op. 119; y aquí sí que empezamos a escuchar cosas excepcionales; más excepcionales si cabe, al tratarse, precisamente, de una obra que en otros autores suele pasar más desapercibida. La Bagatela, deja de ser bagatela, y cobra otra entidad. El timbre a campanillas que saca al teclado agudo, cuando quiere; o la atmósfera un tanto contemporánea, o por lo menos atemporal, que consigue en algunos andantes, yo no lo había escuchado antes. El Brahms de la segunda parte (Klavierstücke 118 y 119), adquirió una grandeza sonora arrolladora en algunos momentos; casi se aproximaba a Litz, para entendernos; pero enseguida se replegaba a las profundidades de una intimidad densa en los tramos más lentos. Y en las propinas: un delicioso Schubert (Impromptu de la Op. 90, y Melodía Húngara), con una inmaculada cascada descendente; un virtuosístico e impecable Rameau (Les Sauvages y La Llamada de los pájaros); un romántico y desconocido para nosotros A. Griboedov (Moscú 1795- Teherán 1829) (Vals en mi menor); y un modernísimo Debussy (Pasos en la nieve), con el que logró una tensión y misterio a la altura del aura de creativa penumbra en la que se instala este extraordinario pianista. Aplausos cerrados y tozudos, con bravos, en el público. Para relajarse, Sokolov, al terminar el concierto, fue a probar el piano del Baluarte, y dar cuenta de su sonoridad y matrícula -(él viaja con dos pianos propios)-. Lo de Sokolov y el piano, francamente, adquiere dimensiones Tomistas.