en esta ocasión la visita a algunas obras del Museo de Universidad de Navarra ha sido con la creativa y ondulada explicación del saxofón. Josetxo Goia-Aribe, entusiasta y reverencial ante el arte del siglo pasado, en su paseo por las salas, nos propone detenernos en tres acontecimientos pictóricos, a los que mira con la emoción del que descubre una nueva partitura. Goia-Aribe lo ha hecho todo con el saxofón; por lo tanto, aquí se permite unas improvisaciones, por otra parte, cargadas de sentido que, como dicen los expertos, nunca son tales del todo, porque están colmadas de conocimiento previo. El intérprete nos propone una lectura musical de lo que vemos; una banda sonora de las líneas y del color, una explicación intensa, emocionada y potente de lo que le inspira la obra en ese momento. Nunca una partitura cerrada. Pero si, en muchos momentos, reconocible con lo que vemos. Pintando lo que oímos.

1.- Homenaje a Bach. 1956. Oteiza. Es inevitable que un músico se extasíe ante este mural. “Ritmos, duraciones, vacíos. Verdadera partitura musical”, la define el propio Oteiza. Aquí hemos escuchado las suites para violonchelo solo del Kantor de Santo Tomás. Pero Josetxo es más literal. Va leyendo la escultura. Lo primero es el vacío; en los primeros compases sólo escuchamos las llaves del saxo: rítmicas, tozudas, con un sonido que marca la materia sobre la que sonará la música, sobre la que se ahondará el punzón. Luego los sonidos extremos, arriba y abajo, siguiendo las rectas hendiduras. Y las incursiones en un estilo más jazzístico; de virtuosismo y plenitud sonora para llenarlo todo.

2.- Ráfaga. 1970. José Antonio Sistiaga. La música resulta más caligráfica, para el oyente. El sonido adquiere más color: es cálido, algodonoso, circular, en staccato, según el intérprete va recorriendo el cuadro, y se va fijando en esas líneas indefinidas que adquieren mayor o menor grosor, en esos puntos sueltos de color, en la disolución de la pintura en el lienzo blanco. También asoma el virtuosismo que, en el saxo, siempre lo identificamos con el jazz, pero, aquí, más como calidoscopio de sonidos, que quedan agrupados y sueltos a la vez, hasta ese sonido final aire-grave.

3.- L’Espirit Catalá. 1971. Tapies. Con saxo tenor. El instrumentista interpreta esta obra -menos abstracta para la comprensión del visitante- con una música, también, más melódica; claramente, en algunos trasfondos, arrimada al folclore. Con la potencia sonora y visual de las cuatro barras pintadas. Y con el timbre, más luminoso, del saxo tenor, que destaca como ese amarillo del fondo, y sobre el que, también, evoluciona la música como ese conglomerado de letra cursiva que es una declaración de todas las intenciones. Un apunte étnico de cascabeles y danza, remite a los ancestros. El público asistente, disfrutó de la visita guiada y musicada. La verdad es que Josetxo Goia-Aribe se hace con el auditorio; logra en torno a él, un cálido semicírculo de complicidad.