concierto a beneficio de la fundación core

Intérpretes: Orquesta Reino de Aragón, Orfeón Donostiarra (director, Sáinz Alfaro). Solistas: Carmen Solís, soprano; María José Montiel, contralto. Director: Iñigo Pírfano. Programa: Segunda Sinfonía Resurrección, de Mahler. Programación: C.M. Belagua. Lugar: Sala Principal del Baluarte. Fecha: 3 de marzo de 2019. Público: lleno el patio de butacas, medio el palco (50 y 30 euros). Incidencias: Concierto a beneficio de la Fundación Core.

Es inevitable, para los viejos aficionados a la música, no identificar el sonoro apellido de Pírfano, con el maestro Pedro, director que fue del Orfeón Pamplonés, y un gran músico y director de orquesta, no tan reconocido como su valía -en el recuerdo Juana de Arco en la Hoguera de Honegger en el Teatro Real de Madrid-. Pero hoy nos ocupamos de Iñigo, su hijo, un verdadero descubrimiento para muchos y al que, después de este Mahler, deseamos en el podium con más frecuencia. Por lo visto y oído, Iñigo Pírfano, como su padre, también se defiende muy bien ante el reto de la gran masa sinfónico coral, ante el enorme trabajo de conducirla, con claridad, por el frondoso y cambiante bosque de sonidos sinfónicos. Porque lo que más nos admira de esta versión, es el fructífero trabajo de fondo, de ensayos, de connivencia con los músicos, a los que el compositor exige no sólo el esfuerzo de sensibilidad, sino, incluso el de resistencia. Y, también, el descubrimiento, y la sorpresa, de la respuesta de una orquesta, tan vecina y tan desconocida, que funcionó a las mil maravillas, incluida la fanfarria en off. Lo que no nos sorprendió -y no le quito mérito- fue la impecable aportación del Orfeón Donostiarra: sigue patentando ese pianísimo del comienzo de su intervención, como un sonido propio, sobrenatural, que no se sabe de donde viene.

La versión de Iñigo Pírfano de esta Resurrección fue valiente por el carácter lento, asentado, meditativo que imprimió al tempo. No afrontó la sinfonía con una lectura rápida que solventara cuanto antes las continuas dificultades. Al contrario, fue una verdadera delicia oírlo todo, y con una respuesta de las familias orquestales, llena de matices y de grandeza; ambas cualidades, vitales para la sinfonía. Así, la atmósfera de misterio y de plenitud, de búsqueda y de hallazgo gozoso, prevaleció siempre; e, incluso, esos compases de silencio -el tremendo comienzo- estuvieron llenos de música. El mérito fue el conjunto, la visión global; el enorme trabajo, repito. Pero ese todo estuvo lleno de detalles: contrabajos, en pianísimo, al borde del silencio, antes de la entrada del corno inglés; atmósfera misteriosa de toda la cuerda, en la preparación a la entrada de algunos temas -también casi inaudible en los comienzos-; maderas con diversos matices de sonido, más abierto o más recogido; precioso lirismo y muy bien rubateado el segundo movimiento, con chelos cantabiles, sonrientes, idílicos; apacible tempo de vals, llevado a modo de movimiento perpetuo que arrecia más o menos; hermosa preparación desde la penumbra de la entrada de la contralto, que solventó muy bien su parte, cantada con acogedora calidez, al igual que la soprano; rotundos golpes -como para correr la piedra del sepulcro- de la sección de percusión, grandiosa, pero controlada, con esos reguladores cargados de ansiedad que nos llevan a la explosión emotiva; metales luminosos; etc. En fin, una plenitud final conclusiva y a la altura del acontecimiento, la Resurrección: no hay otro mayor.

Pírfano, joven, sale al podio sin partitura, lo domina todo, pero tiene la prudencia de no abandonar nunca el compás -marca hasta los silencios-, recoge la batuta para acaricias la entrada de los chelos, o la usa como espada para los fortísimos; tiene delante la concertación de más de doscientos músicos, a los que ha impreso vigor y convencimiento para que “ese crepitar imperioso y escondido de la obra de arte, enriquezca, decisivamente, nuestro modo de ver el mundo” (Ebrietas, I. Pírfano. Ediciones Encuentro).