Érase una vez... en Hollywood es un cuento, como su propio nombre indica, y, a la vez, un juego en el que el espectador debe olvidar lo que sabe de la América hippie y de lo que hizo Charles Manson para saborear sin pestañear la historia de amistad y amor por el cine de Rick Dalton (Leo DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt).

Situada en Los Ángeles en 1969, Quentin Tarantino ha dedicado cinco años a escribir un guión que contiene muchos recuerdos personales, porque son los años de su formación, cuando la industria de Hollywood, las estrellas y el propio país, con la guerra de Vietnam en pleno apogeo, experimentaban un momento de cambio profundo. Hace unos días, en la presentación de la cinta en Moscú, Tarantino insistía en que le queda por hacer una última película, “un enorme súperfilme que englobe la lógica” de toda su obra antes de retirarse y hacer otras cosas. Pero Érase una vez en Hollywood ya es un testamento, una especie de declaración de intenciones amable y mucho menos sangrienta que otras películas del estadounidense (Knoxville, 1963) donde se reúnen muchos de los leit motiv de este autor.

La cinta es un homenaje al antiguo modo de hacer cine, al spaguetti-western y a Sergio Leone (hasta el título remeda su Érase una vez en América, 1984); a las viejas glorias del cine y a una forma de vida que, desde que en los años 70 quedó finiquitado el mundo hippie, no ha hecho más que empeorar. Aquí, Tarantino relaja su impronta violenta -aunque mantiene el humor negro- para centrarse en los personajes y desbordarse en nostalgia cinéfila con constantes guiños que, en esta ocasión, tocan el corazoncito de los españoles con su reconocimiento al director madrileño Joaquín Romero Marchent, o la inclusión en la banda sonora de Bring a Little Lovin, de Los Bravos; también sale un SEAT 850 cupé y se habla de Almería.

“Esta es una película única dentro de la filmografía de Quentin, y la más emotiva”, considera el productor David Heyman. “Es una carta de amor a un Hollywood que ya no existe”, afirma. La también productora Shannon McIntosh se inclina por destacar la relación de los dos hombres, una amistad al estilo de Dos hombres y un destino, que -dice- DiCaprio y Pitt “bordan”. El propio Tarantino concede que la cinta sigue a los personajes mientras se mueven por Los Ángeles, “cada uno de sus días, hasta que llega un momento crítico”, apunta el director de Pulp Fiction.

Dalton era una estrella de la televisión en los 50 y 60 que ya no logra buenos papeles. El que era su doble de acción, Booth, es ahora su chófer y asistente y, probablemente, su único amigo. Conserva su chalet de lujo en Beverly Hills, donde tiene de vecinos a Roman Polanski (Rafal Zawierucha), director de moda tras la aclamada La semilla del diablo, y a su mujer, Sharon Tate (Margot Robbie), pero empieza a pensar seriamente en marchar a Europa y meterse en la industria del spaghetti-western, como le sugiere su representante, un espectacular Al Pacino. Esa es otra de las señas de identidad del cine tarantiniano -meter actorazos de primera línea en papeles pequeñitos-, o ese otro modo de homenaje que consiste en recuperar actores y actrices como Bruce Dern, Kurt Russell, Michael Madsen, o Zoë Bell. Un detalle: de las “nueve” películas de Tarantino -si, como él sostiene, las dos Kill Bill son una sola-, ocho las ha producido Harvey Weinstein; para esta última, Tarantino prefirió a Sony Pictures Entretainment. Y dos detalles más, ninguno nuevo: la música es espectacular y dura casi tres horas. Pero se hace corta.