ay muchas personas cuyos crímenes han podido permanecer ocultos, cuando no han sido celebrados. Este libro trata de dar luz a esa oscuridad, a ese legado de crímenes tapados y negados casi cincuenta años después de que finalizara la dictadura, cuya violencia deja sus huellas en las memorias de las familias".

Profesora de la Universidad de

Massachusetts, EE UU

Los testimonios recogidos en Matones son tan solo una muestra. En Navarra hubo unos 3.500 asesinados y, por tanto, otros tantos dramas. Este es el elemento más trágico de la represión, pero son incontables los demás aspectos de la feroz política de humillación, robo, pérdida de empleos llevada a cabo durante la guerra, la postguerra y la dictadura. Le sucedió un período de reciclaje interesado, de pseudodemocracia tan largo como la dictadura. Los dueños del poder se dedicaron a tapar, a poner todas las dificultades posibles para no enseñar. Hay un largo rosario de órdenes primero y de desidia después, que afectaron directamente a los perdedores. No cabe todo en lo que, sin embargo, sí puede ser un compendio que resume un total inabarcable.

El objetivo final del trabajo, el ¿para qué?, es fácil de explicar. Se trata de divulgar lo ocurrido para sacarlo a la luz asuntos tras décadas de silencio.

1. El miedo, esa cerrada niebla

El miedo, esa cerrada niebla que se pega a la piel para contagiar su fría humedad. El miedo, ese fantasma que paraliza los músculos del cuerpo, esa tenaza pesada que acogota el alma, la entraña del que lo padece. ¿Qué hacer con el miedo sembrado por las peores pasiones de las gentes? Hay miedos que acompañan toda una vida. ¿Cómo desasirse del miedo que nos atrapa con sus verdades crueles hasta hacernos indefensos, débiles, vulnerables? Cuando la tiranía del miedo emponzoña a toda una sociedad víctima de la injusticia€ convierten a los perdedores en esclavos de la dictadura o de los que la defienden en una interminable agonía a la que denominan transición y democracia, sabiendo todos que es mentira, que no han cambiado más que la envoltura para que bajo falsas apariencias no se cambie lo fundamental, lo realmente necesario. Imponen monarquía, amejoramiento del fuero, sin consultar al pueblo. Y al miedo le dan alas para que siga aplastando.

40 años y luego 39 más. Y en agosto de 2014 en Valcardera, nuestro Delphos particular, el oráculo de los dioses rojos nos muestra su mensaje de esperanza. Viene surcando los cielos a lomos de 53 parlanchinas cigüeñas. Las cosas van a cambiar, ¡por fin! Vamos a abrir puertas para expulsar al miedo. Y ciertamente ocurre. Es mayo de 2015.

Reunimos a tres hermanas que fueron vecinas de la calle de la Merced, en el casco viejo de Iruña. Las tres son huérfanas de padre desde 1936. La Merced€ tan lejos de la justicia, tan cerca de la pobreza. El fascismo se ensañó con sus vecinos. Masacraron al barrio para "limpiarlo» de rojos. 80 años después, en 2016, las tres mujeres hablan del miedo. Se citan personajes, penurias, encuentros, insultos, y vuelven al miedo. Y al silencio inevitable provocado por el terror del nuevo orden que odia las palabras.

En el cine Príncipe de Viana mientras los asistentes esperan a que empiece la función alguien esta criticando al dictador. Un hombre se levanta y echa mano del pistolón que guarda entre la ropa y lo empuña ante el público empequeñecido, tembloroso. Todo el cine escucha su amenaza: "Al que hable mal de Franco lo mato". Y se hace el silencio. Y el miedo se inmiscuye en lo más profundo de las mentes infantiles, juveniles, adultas, allá donde ya han encontrado su sitio el dolor, la angustia y las carencias.

Se escuchan en los adoquines las grandes zancadas de Pasos largos, el requeté Benito Santesteban. Se desplaza desde el taller de la calle Dormitalería, donde se fabrican santos y se deciden matanzas, hasta la tienda de artículos religiosos abierta al público en la avenida de Carlos III. Es alto, de cara desgraciadamente fea, pero en el recuerdo destaca ante todo el miedo que sembraba a su paso.

Las hermanas nunca pudieron hacer el duelo por su padre al que apresaron cuando trabajaba alicatando las paredes de lo que pronto sería el garage de Unsain en la plaza ahora de las Merindades. Sus captores le dijeron: "No hace falta que te pongas la chaqueta. No la vas a necesitar". Se lo llevaron y aun hoy es un desaparecido. A su familia ni siquiera le permitieron que lamentara su ausencia. En su casa no pudieron expresar dolor ante nadie. Tampoco hubo posibilidad de superarlo, de paliar la pena, de encontrar consuelo. A sus hijas se les olvidó para siempre llorar. El miedo ocupó el lugar de las lágrimas. El miedo se alargó más y más en el tiempo, anuló la capacidad de reacción e incluso se intentó colar de refilón entre las transmisiones heredadas por la siguiente generación. Pero ahí se pilló los dedos. Se transmitieron el dolor, el trauma pero el miedo no. El miedo hubiera querido generar olvido entre los perjudicados pero ahí también fracasó estrepitosamente. Siempre hubo memoria. Cada vez hay más memoria.

En la Merced había rojos y también azules, seguramente menos, pero los había. "Saludaba todos los días a la señora Babila que vivía debajo -dice una de las hermanas-, y ella solo contestaba con portazos. La escuchábamos gritar apoyada en el alféizar de la ventana: "Hay que matar también a los hijos de los rojos!". Y nosotros niños, hijos de rojos ¿que podíamos esperar? ¡Ay!, qué miedo!". Pero las ganas de matar se avinagran o se pasan. ¡Vaya usted a saber! Nadie sabe qué le pudo ocurrir a la señora Babila pero un día en vez de contestar a los buenos días con un portazo hizo pasar a la niña a su casa. "Me cogió aupas -cuenta la niña ahora viejecita-, y me dio más besos de los que me había dado mi madre en toda su vida".

La niña tuvo que trabajar muy pronto. Era vendedora de leche a los ocho años. Unos la insultaban: "¡Culo tomate!", "Hija de rojo" y otros le pedían perdón. Algunas mujeres que habían acudido a la Vuelta del Castillo para aplaudir las ejecuciones no tenían la conciencia tranquila. Se arrepentían de sus risas y aplausos. Imploraban a las niñas huérfanas que les perdonasen. Tal vez lamentaban la miseria que habían ayudado a levantar porque la tenían delante de sus ojos. Además, entre los vencedores también había miedo. Había peticiones de perdón que más bien parecían egoísmos interesados. Por si acaso. Aquella lecherita cuenta: "Había quien pedía perdón y a continuación me decía: 'Ya nos protegerás si esto da la vuelta, no?".

La madre de las tres hermanas que ahora recuerdan no perdió la cordura ni la dignidad y aún le escuchan decir: "Hijas mías encontraréis gentes buenas y malas tanto entre los izquierdas como entre los derechas». Sin embargo le partía el alma saber que a los genocidas se les había elevado al nivel heroico de los guerreros merecedores de laureles de triunfo. "¿A jugar a los Caídos? -les contestaba a sus nietas-, no, ¡ahí no os llevaré nunca!».

Las instituciones mantuvieron el monumento funerario que glorificaba la memoria de Mola y de Sanjurjo para mayor oprobio de las víctimas. Sí. Allí estaba, en medio de la ciudad el elogio de la ignominia hecho piedra, panteón excelso para recordar las ordenes estrictas de Emilio Mola Vidal, director de la sublevación:

"Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta, para reducir lo antes posible al enemigo».

"Hay que sembrar el terror€ Hay que dejar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros».

Durante 57 años han permanecido enterrados en la cripta del Monumento a los Caídos de Iruña dos de los mayores genocidas: José Sanjurjo Sacanell y Emilio Mola Vidal. En noviembre de 2016 han podido ser exhumados y sus restos han sido entregados a sus familiares. Eso ha ocurrido merced a la gestión decidida de un gobierno municipal que ya no está en manos ni de los vencedores de la guerra civil ni de sus herederos ideológicos, de sus defensores, o de los que han mirado para otro lado, manteniendo a Mola y a Sanjurjo en el lugar de honor que no les correspondía. La sola presencia del monumento ha sido una afrenta continua, una espada sangrienta colgada en el aire para escarnio de las víctimas.

Las mujeres de la Merced demuestran con su testimonio hasta qué punto resulta vinculante la actitud de las instituciones civiles y eclesiásticas con el miedo de las viudas y de los huérfanos.

Ellas reconstruyen paso a paso los 79 años de persecuciones, con sus momentos de luz gracias a mayorías políticas puntuales que lograron reconocimientos en medio de polémicas dolorosas y los escasos meses de luz, de verdadera protección.

En 2003 el Parlamento navarro, el PSOE, IU, CDN, EA, PNV, la disuelta Batasuna y Batzarre apoyaron una declaración, propuesta por la asociación de familiares de asesinados y desaparecidos de la comunidad, en la que se expresaba el recuerdo y reconocimiento hacia los millares de republicanos (socialistas, nacionalistas vascos, anarquistas e izquierdistas de todas las tendencias) asesinados por los sublevados franquistas. Los 22 parlamentarios de UPN se negaron a apoyar aquel texto que encauzaba una primera reparación hacia las víctimas de las matanzas del 36. UPN gobernaba la comunidad y su presidente Miguel Sanz ejerció como representante de su grupo para justificar la negativa a la declaración. Esta postura provocó la indignación y los abucheos de los familiares de las víctimas que asistían a la sesión.

Hubo, además, otra intervención pública que tuvo su efecto directo en el corazón de las víctimas navarras del fascismo. El arzobispo de Iruña Fernando Sebastián, en vísperas del pleno, amenazó al Parlamento con denunciarlo ante los tribunales por injurias si aprobaba la declaración en los términos en que estaba escrita. En el texto se incluía una consideración según la cual las ejecuciones se habían llevado a cabo no solo con el beneplácito de la jerarquía católica, que se manifestó públicamente en favor del Alzamiento, sino en algunos casos con su participación directa. Ciertos sectores progresistas de la Iglesia ya habían tratado de influir en las asambleas de la asociación para suavizar el texto, pero los familiares rechazaron la propuesta por práctica unanimidad.

Estos hechos mencionados en la declaración parlamentaria fueron corroborados por el testimonio de innumerables personas que vivieron bajo el terror de los victimarios y de sus colaboradores directos. Sin embargo, para el arzobispo Sebastián ese párrafo del manifiesto que refería el papel jugado por la Iglesia no respondía a la verdad histórica y era gravemente injurioso. En su opinión los fusilamientos y atropellos que tuvieron lugar en Navarra en los primeros meses de la guerra civil se encuadraban en una situación general de debilitamiento de las instituciones públicas y duros enfrentamientos entre la población.

En lugar de pedir humildemente perdón por las responsabilidades que corresponden a la institución que en ese momento presidía, prefirió hurgar en la llaga de las víctimas. Estas recuerdan muy bien, porque lo asumieron como un hito más en la larga e injusta persecución padecida durante casi toda su vida.

No conforme con esto, el arzobispo Sebastián poco antes de la celebración de elecciones, invitó a sus feligreses a tener muy en cuenta opciones políticas como la Falange, la Comunión Tradicionalista Carlista y otras agrupaciones fascistas.

Suma y sigue. Su sucesor, Francisco Pérez no se mostró conforme en 2016 con la exhumación de los genocidas y promovió una apelación contra la decisión del Ayuntamiento de Iruña.

Las mujeres huérfanas de la Merced viven ahora un momento ilusionante en el que por fin han logrado superar el miedo. La más joven de las tres relata: "Conseguí llevar en mis manos un clavel rojo desde la plaza del Ayuntamiento hasta la plaza de la Libertad y desde allí hasta mi casa. Nunca hubiera tenido el valor de expresar en la calle este sencillo gesto si el gobierno siguiera estando en manos de UPN. Si así fuera, probablemente, ni siquiera me hubiera atrevido a estar aquí ofreciendo mi testimonio».

Bienvenidos sean los tiempos que hacen desaparecer el miedo.

2. Fumar mata

En años que cabalgaban entre dos siglos Francisca Armendáriz de casa Lanako de Obanos se pone a servir en la casa de un matrimonio que vivía en la calle San Antón de Iruña. El marido es militar y sus obligaciones de servicio lo mantienen las más de las veces lejos del domicilio conyugal. Presta servicio en las guerras de la época: Filipinas, Cuba y más tarde en destinos más cercanos, pero generalmente lejos del domicilio fijo establecido por la pareja en la capital navarra. La esposa morirá en su primer parto. Así, el niño recién nacido, Alberto Lorenzo Lamas, nunca conocerá a su madre y tampoco convivirá por largo tiempo con su padre. Las visitas paternas no serán frecuentes. Pero Alberto no está solo. Francisca se ocupará de él y lo criará como si fuera su propio hijo. En ausencia del padre, Francisca retorna a la casa nativa de Obanos donde vive su hermana Leocadia con su cuñado Balbino Vélaz y sus tres hijos. Alberto será uno más de la familia y solo regresará a la ciudad, con su amatxo de Valdizarbe, cuando venga el padre a visitarlo. Pronto será definitivamente huérfano de madre y padre y la familia obanesa será en adelante la única que le arropará en todo lo necesario. No le faltarán ni cariño, ni cuidados. Clara Vélaz Armendáriz, que heredará al pasar el tiempo la casa Lanako, lo querrá como a un hermano que le supera en edad por unos pocos años.

Alberto estudia Letras en Zaragoza y una vez licenciado vuelve a Iruña y dirige por un tiempo el periódico La Voz de Navarra, órgano del Partido Nacionalista Vasco. Sin embargo, sus diferencias con el PNV no se hacen esperar dadas sus inclinaciones ideológicas, más identificadas con opciones de izquierda. Junto al tipógrafo pamplonés Ramón Bengaray, dueño de una conocida imprenta, funda la revista Abril, en la línea de pensamiento de Izquierda Republicana. Salen a la calle muy pocos números porque el golpe de Estado corta de raíz las posibilidades de toda prensa libre. Debido a su condición de periodista Alberto Lorenzo puede acercarse al Gobierno Militar en vísperas de la sublevación y lo que ve no le gusta nada. Se disparan todas sus alarmas hasta el punto de refugiarse en Lanako de Obanos mientras se decide el rumbo de la historia. "Si el golpe fracasa vuelvo a mi quehacer -piensa-, y si las cosas se ponen feas, tomo el camino hacia Francia.» En Obanos nadie, salvo su familia, sabe de su presencia, porque dadas las circunstancias, conviene pasar totalmente desapercibido. A partir del 18 de julio se desatan las malquerencias y los inesperados odios. La discreción de un principio pasa a ser para el huido escondrijo que defiende su vida ante el peligro real de los requetés, que se han hecho dueños del pueblo. En el cuarto donde duerme hay una ventana que da a la huerta. Alberto es fumador empedernido y, apoyado en el alféizar, apura calada tras calada el cigarrillo que mata su ansiedad y entretiene un obligado ocio de far niente, sin advertir que en la oscuridad de la noche la brasa del tabaco toma fuerza con cada aspiración y está siendo observada por los vecinos carlistas que viven al otro lado de la huerta. "En esa casa no fuma nadie -certifican los delatores-, el que fuma solo puede ser Alberto.»

Emilio Jaurrieta preside la Junta de Guerra Carlista y recibe la denuncia de los vecinos cercanos a casa Lanako. El Caco Del Río es un personaje chiquito y malencarado de Garés que de la noche a la mañana se ha convertido en jefe comarcal del Requeté. Tarda muy poco en acudir a la casa sospechosa. Su llamada es atendida por Clara Vélaz, una joven de 22 años. "¡Que baje Alberto!», ordena el represor. Clara niega la presencia del muchacho pero Del Río no se quiere volver de vacío. Encañona a Clara y grita: "O sale Alberto o te pego un tiro aquí mismo». El joven baja precipitadamente de su cuarto y sus captores lo trasladan preso al Fuerte de San Cristóbal, en el monte Ezkaba. Su familia de adopción conoce a través de unos y otros el lugar donde se encuentra detenido y allí se dirigen Clara y Balbino, su padre, para intentar saber algo más y si es posible verlo. El intento resulta baldío. Poco antes del cinco de agosto llega un aviso. Ese día Alberto va a ser puesto en libertad. Nuevamente, padre e hija se desplazan al monte Ezkaba en el taxi del obanés Arana con la idea de volverlo a traer al pueblo. En la puerta del penal la espera se hace larga. Recuerdan entonces que Arturo Beguiristain, cura natural de Obanos, es capellán en el Fuerte y deciden preguntar por él. El religioso accede a recibirles. Se presenta con un arma de gran calibre diciendo: "No esperéis a Alberto porque esto se va a limpiar de rojos». Dan la vuelta cabizbajos y, ya en la puerta, un muchacho de Artajona que esta haciendo guardia les reconoce y les dice: "No lo esperéis más. Esta mañana se los han llevado a la Bardena. Alberto me ha pedido un cigarrillo y yo le he dado todo el paquete sabiendo que era lo último que iba a fumar».

A día de hoy no se conoce todavía con exactitud el lugar donde Alberto Lorenzo Lamas fue asesinado. Es uno más entre la multitud de desaparecidos que fueron enterrados en tumbas y fosas comunes anónimas.

Lejos de arrepentirse, los delatores, que habían perdido un hijo en el frente, insistían en sus encuentros posteriores con la familia adoptiva de Alberto que este era el culpable de la muerte de su hijo, como si el voluntariado carlista tuviera que ver con la inocencia de un joven republicano asesinado por tener ideas distintas a las suyas.