stá “¿el enemigo? Que se ponga”, “Cuando yo nací, mi madre no estaba en casa” o “¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?” son algunas de la míticas frases de Miguel Gila, “un artista de tamaño descomunal”, “un genio” que veinte años después de su muerte sigue alegrando la vida con un humor cercano a la poesía.

“Era un artista de un tamaño descomunal”, cuenta el humorista, escritor, ilusionista y guionista Luis Piedrahita, que recuerda que cuando Gila aparecía en televisión “el mundo era un lugar mejor, sentía una felicidad grandísima”. Antes de que dijera nada “yo ya estaba contento, sabía que me iba a reír y también que me iba a hacer pensar un poquitín”, añade Piedrahita. En su opinión hacía un humor cercano a la poesía, un humor desde la ternura, desde la vulnerabilidad, “un humor que reivindicaba la belleza, que es la reivindicación más transgresora que existe”. Tenía talento para mostrar “el absurdo o el sinsentido de aspectos feos o desagradables de la existencia, exagerándolos, mostrándolos y denunciándolos desde la ternura”, narra Piedrahita, quien cree que esa sensibilidad es lo que “quizá más me ha influido”.

“Un genio, un fenómeno, una institución “, así le recuerda el humorista Leo Harlem, quien en una charla reconoce que Gila era “un crack”, “un moderno”. Con tan solo un casco y teléfono en mano, Miguel Gila (1919-2001) tenía más que talento para hacer humor de las desgracias, una ironía con las que aliviaba a la sociedad de sus muchas amarguras. Su estilo está vigente, “es un humorista cuya influencia se alargará en el tiempo, cada vez que lo ves es mejor”, añade Harlem quien lo define como “un auténtico clásico, bordaba el humor”. “Fue pionero”, asegura Harlem al mismo tiempo que recuerda uno de sus sketchs favoritos, el de las gafas polarizadas “con el ojo bóvedo”, lo escuchaba una y otra vez en el tocadiscos en casa de los amigos.

Bordaba su papel de paleto, experto en sociología. “Debajo de la boina de cada cateto hay un filósofo escondido”, solía decir Gila, a quien le gustaba recordar: “Una cosa es reírse de y otra reírse con. El humor embellece y la burla afea. Y el mundo ya tiene fealdad suficiente como para añadirle más”. Miguel Gila fue un humorista, actor, dibujante de historias y autor de cientos de monólogos. Nacido en Madrid, muy pronto -con 17 años- se afilió a las Juventudes Socialistas Unificadas. Se alistó como voluntario en el bando republicano y fue hecho prisionero en El Viso de los Pedroches (Córdoba). Como si fuera un mal sueño, logró salvar la vida de casualidad, ya que los soldados encargados de su fusilamiento habían bebido y no le acertaron. Gila se hizo el muerto y logró sobrevivir. “Nos fusilaron al anochecer; nos fusilaron mal”, relató el mismo Gila en su autobiografía Y entonces nací yo: Memorias para desmemoriados, publicada en 1995.

Durante sus años de prisión en la postguerra, Gila se buscaba la vida enviando historietas y dibujos que le consagraron en revistas de humor como La Codorniz. La contienda civil que sufrió España le arrebató la adolescencia y una década de su vida y determinó que la crítica al militarismo se convirtiese en clave de su humor. “De alguna manera yo siempre he tratado de ridiculizar todo lo que significa el militarismo. Es decir, la disciplina, la obediencia, la humillación”, dijo en una entrevista Miguel Gila, que recibió la Medalla de Oro al Trabajo.

No pasa por alto la capacidad de Gila para introducir mensajes subliminales con el propósito de eludir la censura. Tampoco el memorable episodio en el que interpretaba a un joven que va a la guerra y recibe explicaciones de métodos surrealistas para ahorrar balas, un canto antibelicista. Veinte años después de su muerte, los mismos monólogos siguen haciendo reír. Sus monólogos surrealistas y ácidos son ya clásicos universales.