uandouna tradición muere, el mundo avanza. Las tradiciones -como torturar animales o la obligación de llevar velo- son viejas rutinas que encumbren crueldad y dogmatismos. Lo auténtico del pasado cambia para no extinguirse como los dinosaurios. El Festival de Cine de San Sebastián ha decidido, rompiendo una costumbre de más de sesenta años, eliminar el sesgo del género para las categorías de interpretación. Se acabó premiar a la mejor actriz y al mejor actor por separado: ganará el talento, sin discriminación de sexo. Donostia sigue así la estela de los certámenes de MTV, Berlinale y BAFTA. También los Emmy de televisión se adhieren a la idea de competir en pie de igualdad. Mientras tanto, Hollywood guarda silencio y será el último en revisar sus Oscar. Sin embargo, en un sector en el que todavía se apela al cine hecho por mujeres y al modo feminista de contar historias, tengo dudas sobre la eficacia de esta decisión. Aplicada a la televisión pública, donde la paridad es exigencia, no sé yo si esto daría lugar al regreso de la desigualdad por el alto grado de arbitrariedad en la selección de tertulianos y colaboradores. ¿Qué sería de las políticas de discriminación y las cuotas femeninas en administraciones y entidades, si la idea de premiar el talento sin género perdiese equilibrio y quedara a criterio de conservadores? ¿Acabarán los concursos de mises y guapos? No hay duda de que el cine y la tele tienen motivos y buenas intenciones al suprimir la dualidad de los premios, como se hace en los concursos literarios que distinguen la obra sin considerar a su autor o autora. El último Oscar a la mejor película fue para Nomadland, dirigida por la china Chloé Zhao. ¿Y a quién habrían oscarizado por la interpretación, a Frances McDormand o Anthony Hopkins? Qué injusto sería descartar a uno de estos dos grandes.