unca en los últimos 30 años se había cerrado la proyección de las películas a competición en la Sección Oficial con tanta antelación. Nunca el segundo viernes del SSIFF se había convertido, a efectos de este apartado, en una jornada de reflexión. Pero esta 69ª edición ya tenía todo visto para sentencia desde el jueves. Una sentencia aparentemente complicada habida cuenta de que, a priori, no ha habido en ella un título que se imponga holgadamente por encima de un nutrido grupo en el que más de media docena podría, con argumentos legítimos, aspirar a premio. Tampoco por la parte de atrás hay que lamentar la sensación de haber perdido (mucho) el tiempo.

Probablemente lo menos relevante haya que apuntarlo al capítulo del cine español, ese que tantas veces sale bendecido y rescata del vacío al Zinemaldia. Pero este año la cuestión es que por inadecuación o por superficialidad, tanto el filme de Fernando León de Aranoa, El buen patrón, como la pesadilla de abuelas asesinas de Paco Plaza, parecían estar fuera de sitio. Ambas poseen oficio y cada una, a su público, sabe y logrará entretener, pero ninguna de ellas trasciende los límites de un cine comercial correcto.

Tampoco la película rumana Blue Moon, siempre en estado de alteración, siempre crispada, siempre presa de una agitación carente de sentido, merece estar entre los filmes del grupo de cabeza. En ese mismo orden de falta de duende, la obra de la directora peruana Claudia Llosa, Distancia de rescate, peca de confusa. Una tóxica indecisión en puesta en escena entre lo que aparenta ser y lo que acaba siendo oxida su idea motriz. Su ensayo sobre la maternidad y sus miedos, mezclado con el envenenamiento del medio ambiente por la ambición humana en las explotaciones agrícolas nunca termina por encajar. Falto de equilibrio, el filme de la autora de Madeinusa se atraganta en su deseo de equilibrar misterio con realidad, denuncia con emoción. Y por lo que respecta a Camila saldrá esta noche, de Inés Barrionuevo, no mejora lo anterior. Al contrario. Puestos a comparar entre el filme de la argentina y el de la peruana, al menos el de ésta última trata de forjar un universo singular, con bastantes riesgos formales, adentrándose en zonas menos confortables de las que sirvieron de soporte a sus anteriores trabajos.

En cuanto a las otras dos películas españolas a concurso, Maixabel, ya estrenada en los cines comerciales, y Quién lo impide, cuyo estreno se antoja muy complicado, podrían irse de vacío y no se cometería ninguna injusticia con ellas. Si el filme de Icíar Bollaín se mueve bien en el registro de la recuperación del pasado cercano como materia de sanación y superación de un negro pasado, la obra de Jonás Trueba, en su deseo de retratar a los adolescentes del presente, ciudadanos del futuro, parece más adecuada para proyectarse en espacios alternativos con debate a continuación que para desembarcar en las salas de cine.

Icíar se reitera en las señas de identidad del cine español de los 80, del que procede. Jonás se apunta al marco de festivales, cinetecas y escuelas de cine gafapastero. El resultado, con ser ameno y hasta sugerente pese a su desmesurada duración, no alcanza para reclamar el reconocimiento de lo extraordinario.

Aunque eso, lo extraordinario, es algo que en esta edición no cabe decir de (casi) nadie.

Por arriba, Terence Davies se ratifica en la solvencia narrativa de ese cineasta intenso al que hace ya varios años el SSIFF le rindió un merecido homenaje. A su lado, el de la veteranía, Claire Simon se aventura con un filme inclasificable que irritará a muchos, pero del que también disfrutarán mucho, algunos. En ambos casos, más allá de gustos y afinidades, lo que se impone en las obras de Davies y Simon son la solidez, la coherencia y el rigor de sus autores. Lo que demuestran, ya lo demostraron, pero ambos siguen estando en otra dimensión.

Al margen de estas dos “delicadezas” autorales, queda un grupo de posibles obras con méritos para ser premiadas en algún apartado. Dependerá de la apuesta de ese jurado encabezado por la cineasta, Déa Kulumbegashvili, autora de la película más premiada el año pasado y poseedora de un estilo nada convencional, ni ortodoxo. Las cábalas, ante ese jurado, aconsejan ser prudentes. No resulta previsible desentrañar hacia dónde se decantará su decisión.

Ahí tendrán para valorar cosas tan asentadas como el homenaje al cine y la radiografía de la China de los 60, de Zhang Yimou, cuya película parece un resumen de lo que ha sido buena parte de su cine. O ese críptico y manierista ejercicio visual titulado Earwig filmado por Lucille Hadzihalilovic; obra que, como la película ganadora del año pasado, provoca una profunda división de opiniones.

Entre medio quedan la lección de dirección de Cantet, quien con un tema mínimo obtiene un filme trepidante; la relectura de Dreyer, en clave laica y femenina, de Tea Lindeburg, As in heaven; y Los ojos de Tammy Faye, de Showalter, cuyo trabajo con Jessica Chastain la colocan como posible candidata al premio a la mejor interpretación.

En el núcleo oscuro del pelotón de cabeza, apenas entrevistos por las presencias citadas, dos títulos tan bien cerrados como en apariencia discretos: Undercover, de Thierry de Peretti, y Fire on the plain, de Zhang Li. Con ellos se cierra este abanico de títulos en un año tranquilo. Como tranquilo cabe esperar que sea el veredicto del jurado porque, ante tanta igualdad, elijan lo que elijan no parece que puedan provocar grandes descontentos.

Eso, la igualdad, parece ser la idea sustancial de esta edición que ha realizado esfuerzos notables por reivindicar la mancha femenina. Así, cuatro de los cinco miembros del jurado son mujeres y siete de las 16 películas tienen a directoras al mando. Esa podría ser la nota distintiva de la 69ª edición: la edición que buscó el equilibrio desesperadamente en una sociedad desequilibrada, a veces hasta la crispación.