A Fermín Leizaola, cuando era un chaval, le gustaba la espeleología, y durante unos años se dedicó a recorrer y topografiar decenas de cuevas y simas, sobre todo de Gipuzkoa. Pero pronto sus gustos viraron. “Las personas que nos informaban dónde estaban las cuevas eran baserritarras, carboneros, leñadores y pastores. Y yo, un chico urbanita, iba en busca de cuevas a Aizkorri, Urbasa o Aralar, y me encontraba con pastores que vivían de una forma muy distinta a mí. Fue un impacto tremendo. Me di cuenta de que era un modo de vida que iba a desaparecer y que, en cambio, las cuevas iban a seguir ahí. Entonces pensé: Voy a dedicarme a estudiar la vida de los pastores”, cuenta el donostiarra de 79 años. Toma un café con leche, tiene un aspecto de lo más saludable –aunque él dice que tiene muchos achaques–, sus ojos azules están muy abiertos y siguen mostrando curiosidad por todo, y lleva boina pese a que podría lucir con orgullo su mata de pelo blanco.

Leizaola es concienzudo y trabajador. Lo dicen todos los que le rodean. Cuando pensó Voy a estudiar la vida de los pastores, no lo hizo con la intención de darse unas vueltas por el monte, ver unas chabolas y contar luego cuatro chascarrillos. Lo hizo para estudiarlo a fondo. Tanto, que se ha pasado más de 60 años haciéndolo. Y sigue. “Todavía voy al monte, aunque hago menos kilómetros y no subo cuestas empinadas”. Su empeño por tomar datos y recoger esa tradición rural vasca le han convertido en una leyenda de la etnografía de Euskadi. Nadie sabe más que él. Su vida, en la que ha combinado los viajes y el estudio sin descanso, no como un hobby sino como un modo de vida –pese a tener su trabajo– da para un libro, aunque la charla, que tiene lugar en el Laboratorio de Etnografía que tiene Aranzadi en Bidebieta, se centra en la colección que ha ido haciendo durante más de medio siglo, parte de la cual ha cedido a Gordailu previo paso por Aranzadi, donde se está llevando a cabo una labor de catalogación.

El etnógrafo donostiarra ha cedido concretamente 4.500 objetos, siempre vinculados a la tradición rural: desde objetos de cocina, hasta herramientas para el pastoreo, arados, ruedas, material de carpintería, material de construcción… “Tengo más cosas de las que he cedido. Algunas las he comprado, otras me las daban, otras son recogidas de la basura…”. También guarda cerca de un millón de fotos: “En negativo de celuloide tengo 300.000, en diapositivas 90.000 y en formato digital, alrededor de 600.000”, cuenta. Todas bien ordenadas. A lo que hay que añadir cientos de dibujos, porque también hace croquis y dibujos de objetos, plantas y construcciones, “muchos archivadores con miles de fichas y libretas” y “400 cajas” que contienen del orden de “20.000 libros y revistas”. Abrumador. “Mis dos hijas me dicen que tengo el síndrome de Diógenes. Y yo les respondo: Sí, pero selectivo, ¿eh?”, se ríe.

¿Y dónde guarda todo eso? “Bueno, hay cosas aquí en Aranzadi. La casa donde vivía antes tenía 212 metros cuadrados y la tenía llena de estanterías, hasta en la puerta de mi despacho puse estanterías. Parte del material está ahí, y parte en la casa donde vivo ahora. Por ejemplo conservo objetos de cocina tradicional de toda Europa. A veces ya mi mujer se enfada: ¿Otra vez comprando cosas? ¿Para qué? ¿Para luego donarlas?, me dice. Y en 1975 gané el premio de investigación José Miguel Barandiaran y compré un trozo de caserío en Urdiain y tenía un espacio ahí con 11 metros de profundidad y 6 de ancho, tres plantas. Tengo cosas ahí”.

Más de 60 años de trabajo

Esta inabarcable colección es fruto de “más de 60 años” moviéndose “por Gipuzkoa y zonas aledañas”, dice. “Mi zona de acción es básicamente Euskal Herria, pero más amplia: desde zonas del Pirineo francés bajando hasta los principios de Lleida, llegando hasta Soria y subiendo hasta la zona de Cantabria. En esa zona me he movido continuamente los últimos 60 años hablando con pastores. Y no conozco ni siquiera toda Gipuzkoa, porque es como un pañuelo arrugado, con muchos valles. De joven me movía en tren, a pie y en bici. Iba por ejemplo en tren a Ordizia y de ahí iba a caseríos y me pasaba investigando hasta la noche. Bajaba y, si había perdido el último tren, me venía en bicicleta hasta Donostia. Estaba acostumbrado. Hice la mili 17 meses en Hondarribia y me iba todos los días en bici, con el gorro de la marinería puesto, aunque estuviera granizando. Estaba muy en forma. Ahora estoy fastidiado, pero sigo saliendo al monte y hago 8 kilómetros o así”.

En todas estas salidas al monte, Leizaola se ha dedicado a tomar datos sobre el mundo rural vasco en general y el pastoreo en particular: “Siempre lo he considerado un trabajo de hoz y coz, porque me gusta investigar ese tema. Es lo mismo que cuando estaba en espeleología. Yo hacía topografía de la cueva, toma de temperaturas, recogía insectos… y hacía informes donde todo quedaba registrado. Lo mismo del mundo rural”. 

El material que suele llevar es el siguiente: “Llevo cuadernos y libretas con fichas autocalcables que luego ordeno. Por ejemplo, hago una ficha sobre una chimenea, pues luego en casa meto la ficha en el lugar correspondiente. Cada ficha con su temática. Así lo tengo organizado por si más adelante quiero recurrir a ello. Llevo una grabadora, que ahora son pequeñas y antes eran enormes. También llevaba dos cámaras de fotos, una en blanco y negro y otra de diapositivas, aunque ahora con una me vale. También altímetro, termómetro, lupa de aumento grande, escalímetro, silbato y comida como para día y medio por si me pasa algo, siempre comida en lata. Todo en una mochila ligera”. En cuanto al equipamiento, va con “una cazadora del ejército americano con bolsillos grandes y una makila de curva, porque para encontrar cosas hay que salirse de los caminos y vas por zarzas”.

Fermín Leizaola en su casa de Sagües, rodeado por algunos de sus libros y revistas. RUBÉN PLAZA

Un modo de vida extinto

Sus incontables excursiones al monte y charlas con baserritarras y pastores, además de ese afán por tenerlo todo apuntado, registrado y ordenadole han convertido en el narrador más fiable de un modo de vida prácticamente desconocido hoy en día. “El modo de vida pastoril ha cambiado más en los últimos 30 años que en los 2.000 anteriores. En todo. Ya no se hace lo que se hacía antes. ¿Quién va al monte montado en una yegua? Ahora van con un Land Rover con tracción a las cuatro ruedas y tienen internet y hacen las ventas de queso desde la propia chabola, sobre todo en Iparralde. Antes el pastor subía al monte en mayo y se pasaba ahí seis meses, solo bajaba cada quince días al mercado. Ahora sube y baja todos los días a por el pan. Que me parece bien, ¿eh? Pero es un cambio enorme y hay que conocerlo, porque nosotros no hemos nacido de la nada. Es nuestra tradición”

Leizaola pasaba épocas con pastores y tenía muy buena relación con muchos de ellos. Ha sido testigo de un modo de vida “realmente duro”, dice. “Tengo un artículo que di en un congreso que lo titulé Los pastores no hacen aerobic. No les hace falta. Imagínate: subían a la mañana a lo alto a por las ovejas, las bajaban y las ordeñaban en cuclillas. Ahora hay ordeñadores automáticos. Luego está el proceso de convertir la leche en queso. Antes se hacían tres quesos a la mañana y otros tres a la tarde. Igual eran las once de la noche y seguían haciendo queso. Y mientras, trabajaban la huerta, arreglaban lo que hiciera falta y se hacían la comida. Y al día siguiente otra vez. Y el sábado y el domingo. He conocido pastores que vivían ahí meses sin radio ni nada en los años 60. A la noche rezaban el rosario y al camastro. Hacían el queso con molde de madera y una batidora de ramas de acebo. Ahora no se puede por temas sanitarios y ya no queda nadie, o casi nadie, que lo haga así”.

El donostiarra tiene infinidad de anécdotas. “Alguna vez he acompañado a algún fraile a bendecir. Había esa parafernalia hace 50 años. De vez en cuando se pasaban por ejemplo los frailes de Aranzazu por las chabolas, daban la estampita a los pastores y bendecían la chabola y los prados. Como agradecimiento, los pastores les regalaban un queso. Pero claro, si pasaban cinco órdenes religiosas, tenías que dar cinco quesos. Y algunos empezaron a hacer quesos más pequeños, que los llamaban fraileko gaztak”, cuenta. 

También en ocasiones pasaba días enteros con ellos para vivir en primera persona su difícil día a día: “Estuve nueve días con un pastor y en siete de ellos me tocó una niebla que no se veía a un metro, increíble. No se iba la niebla. Se orientaba con la brújula. Y para no mojarse con la niebla, porque esa niebla moja, se ponía un saco de yute por encima en plan capa. En otra ocasión entre dos pastores que eran hermanos, José y Evaristo, otros dos montañeros y yo movimos 350 ovejas porque había una nevada terrible y teníamos que llevarlas a un sitio protegido. Las ovejas latxas se pueden morir con la nieve. Una oveja pesa, ¿eh? Nos pasamos una mañana entera haciendo eso. Es un modo de vida muy duro”.

Relevo en Aranzadi

Leizaola vuelve a su labor actual, que es catalogar esos 4.500 objetos que ha cedido a la Diputación... con condiciones. “Les dije que quería ceder esos objetos, pero no entregar sin más mi trabajo de 60 y pico años. Pedí hacer un paso intermedio, que es el que hacemos aquí en Aranzadi. Una vez que estos objetos están limpios, siglados, etiquetados, fichados, documentados y fotografiados uno por uno, se entregan a la Diputación. El primer año dimos 1.100 piezas, el segundo otras tantas y el tercero me imagino que andaremos por ahí”. Esta labor está liderada por el propio Leizaola y la llevan a cabo Maite Arrarte y Suberri Matelo, junto con algunos voluntarios. “También quería que esto sirviera como base de aprendizaje para personas que quieren trabajar en etnografía, y que aprendan la metodología sobre recoger y documentar materiales. Ahora a Maite y Suberri no hace falta explicarles cómo hacer el trabajo. Han conectado con el tema. Como suelo decir, la gente tiene que estar dispuesta a hacer las cosas, no esperar a que se lo digan”.

Una ciencia “multidisciplinar”

El enorme volumen de libros que atesora Leizaola responde a un motivo que explica él mismo: “La etnografía es una ciencia multidisciplinar. Cuando describes objetos, pueden ser de piedra, y entonces tienes que saber qué piedra es. Si describes una chabala o una borda tienes que saber el material de los que están hechas, o si hablas de plantas tienes que conocer qué hierba están usando los pastores para un ungüento que cura los golpes. Así que tengo libros de geografía, medicina popular, botánica, geología, geomorfología, tectónica, espeleología, folclore, etnografía, arquitectura tradicional y rural, cuentos y leyendas… Y colecciones de revistas como Fontes Linguae Vasconum, Cuadernos de Etnología y Etnografía Navarra, Príncipe de Viana… todo eso está aquí”. Así hasta 20.000 ejemplares.

Además de esta colección, el etnógrafo donostiarra posee una privilegiada memoria y se acuerda de todo lo que tiene: “Igual estoy buscando un tema concreto y recuerdo que está en tal revista. Pues llamo a la biblioteca de Aranzadi y les pido que me pasen tal artículo. La memoria me funciona porque hago fichas. Tengo muchos libros y el fichado de libros es una cosa muy trabajosa, pero soy así de organizado porque para la etnografía necesitas saber de todas estas cosas”. Y acaba apuntando, por si acaso, que no tiene ninguna intención de jubilarse: “Sigo yendo al monte y tomando datos”.