Convencido humanitario, como tantos otros que entonces se empeñaron en intentar paliar el sufrimiento de los heridos de guerra, el británico John Furley acudió como explorador enardecido en misión de salvación a una guerra intestina en un país extranjero, dispuesto a actuar como observador «neutral» del cumplimiento del Convenio de Ginebra aceptado por ambos bandos, y a extraer de esa experiencia lecciones con las que mejorar la organización y logística de ambulancias y hospitales en las guerras. (...) Pero su descripción de paisajes y paisanajes, tanto rurales como urbanos, del País Vasco-Navarro interior y la costa cantábrica entre Bayona y Santander, atrapan al lector y sumergen al caminante local en la nostalgia de sus propios paseos por territorios bien reconocibles.

Fragmento 2, del capítulo 4, ‘Mioño – Un trayecto en diligencia - Las sociedades de la Cruz Roja y la guerra civil’

Entre las cartas que me esperaban en el Hôtel du Commerce [de Bayona] había una que decía que la British National Aid Society había aprobado una suma de 5000 libras esterlinas para la compra de material hospitalario, a dividir a partes iguales entre los ejércitos contendientes, siempre y cuando lord Derby autorizase que el embajador inglés en Madrid, Mr. Layard, hiciese el reparto. No me habría sorprendido tanto si el comité hubiese decidido mantenerse fiel a su regla original, a saber, que la Society jamás brindaría apoyo, bajo ningún concepto, a los hospitales de ejércitos envueltos en una guerra civil.

La experiencia de los últimos días me había convencido de que no se necesitaban grandes cantidades de suministros médicos y quirúrgicos. Aunque fuera hasta cierto punto posible ayudar a los enfermos y heridos del ejército de Serrano con este proceder, estaba lejos de servir con los hospitales carlistas, que un día estaban en Bilbao y dos días después puede que en Navarra.

La British Society, tal como está constituida actualmente, es independiente del control gubernamental mientras actúe dentro de la ley; y tiene perfecto derecho a utilizar los fondos que se le han confiado en beneficio de los soldados enfermos y heridos de la forma y en el país que decida su comité, siempre que no contravenga ninguna ley ni tratado nacional ni internacional. Pero –y no es la primera vez que expreso esta opinión– creo que ni debería pedirse a ninguna sociedad extranjera que ayudase a los ejércitos a eludir ninguna de sus responsabilidades, ni debería tolerarse que lo haga. Una donación, como la que acabo de mencionar, de 5000 libras esterlinas en suministros hospitalarios, que debe canalizarse a través de un Ministerio de Estado para que la reparta a partes iguales entre dos ejércitos enfrentados en una guerra civil o internacional, es una donación que no se hace a los enfermos y heridos, sino a sus gobiernos.

Probablemente tendré más oportunidades de poner ejemplos del derroche que supone enviar ciertos suministros hospitalarios a los carlistas. Porque cuando se necesita que casi todas las mulas se destinen a fines militares y ni los donantes ni los receptores disponen de medios de transporte regulares, unos y otros se ven condenados a gastar el dinero en buscar dónde comprar o alquilar lo que no hay, al precio que sea.

‘Estella. Capital de los carlistas’, 1875 (’The Graphic’, 19 junio 1875, p. 592).

‘Estella. Capital de los carlistas’, 1875 (’The Graphic’, 19 junio 1875, p. 592).

No hay duda de que en esta desafortunada guerra que todavía continúa en las provincias del norte de España, la única manera que tienen los neutrales de ayudar a las víctimas es empleando el dinero directamente en o cerca del lugar donde se encuentren. Unas cuantas libras puestas en mano de intermediarios en los que se pueda confiar serían de mucha más ayuda que toneladas de suministros. Porque después de una batalla siempre hay muchos pequeños remedios que pueden comprarse, hasta en España, y que son, muchas veces, los que permiten salvar vidas, incluso si los administran personas sin experiencia sanitaria.

Estoy convencido de que todos los voluntarios que están trabajando hoy en España en servicios hospitalarios son de la misma opinión.

Fragmento 3, del capítulo 15, ‘Rumores de una crisis inminente – De camino al frente – Fiesta de San Juan – Toreo – El bloqueo de Pamplona’

Tenía las maletas hechas y ya estaba listo para el viaje cuando, a las nueve, la hora acordada para salir, vino el guarda-caballerizas y me dijo que no podía llevarme a Puente la Reina. El día anterior, de los seis caballos de la diligencia a Bayona que le pertenecían, los carlistas le habían confiscado cinco: ya había perdido diez. Le aseguré que podía garantizar la seguridad de sus caballos y darle un salvoconducto. Se marchó prometiéndome que haría lo posible por ayudarme.

Regresó más tarde y me dijo que era imposible encontrar nada, ni siquiera una mula que pudiera llevar mi equipaje. Como era festivo, las dificultades se le habían multiplicado. Lo asumí con toda la filosofía de la que fui capaz –aunque no me costó demasiado esfuerzo porque tenía la intuición de que llegaría a Estella a tiempo para el siguiente acto de la tragedia carlista.

Fui a la catedral y escuché la misa; se celebró con todo el esplendor que puede desplegarse en un servicio católico romano. Un elemento muy destacable de la procesión era un sacristán que portaba un varal de plata; vestía con seda blanca y dorada y llevaba una gran peluca blanca en la cabeza, parecida a la del speaker de la Cámara de los Comunes, aunque sin rizos.

Por la tarde pasé dos horas en la plaza de toros. Estaba abierta al público por una suma irrisoria, y entré dispuesto a entretenerme con lo que fuera. Los cambios en el espectáculo respecto a los que se celebraban antes de la guerra eran, sin duda, más que notables, pero tenía a su favor que por ser menos lucido y menos a la moda, también era más inocente y menos cruel. La gente bailaba por los tendidos y sobre la arena del ruedo las polcas y los valses que interpretaba una banda. Al principio había pocas mujeres, pero poco a poco empezaron a llegar uniéndose al baile con mucho más entusiasmo y energía que los hombres.

Alrededor de las cuatro el ruedo se vació, quedándose únicamente los hombres y muchachos que deseaban participar en el siguiente espectáculo. Soltaron un toro con los cuernos serrados. Como no era peligroso, una cincuentena de jóvenes se divirtieron emulando a los toreros más famosos, utilizando sus chaquetas a modo de capas, y palos de madera en vez de espadas. Algunos de ellos salieron volando. Otros demostraron mayor habilidad y a menudo consiguieron salir del ruedo por voluntad propia.

‘El lío político’ (’La Flaca’, 13 diciembre 1873, p. 11).

Así estuvieron cebándose con tres toros, de un modo que en Inglaterra habría hecho reaccionar a la Sociedad para la prevención de la crueldad contra los animales. Entre toro y toro hubo más bailes y, al final, diez chavales que llevaban las cabezas embutidas en sacos con caras pintadas y un palo cada uno con una cuerda de la que colgaba una vejiga hinchada, aparecieron en el ruedo. Soltaron una vaquilla entre ellos; un chaval muy movido tentaba al desgraciado animal con una banderola carmesí y, cuando este lo embestía, los más jóvenes intentaban acertarle con la vejiga en la cabeza. Cada vez que lo hacían, la inquieta vaquilla derribaba brutalmente con sus cuernos apenas formados a un par de ellos.

Fragmento 4, del capítulo 19, ‘Regreso de los fugitivos – Sentencia para los prisioneros – Llegada de don Carlos y doña Margarita a Estella’

Antes de llegar a la plaza, bajaron de sus caballos y, entre grandes vítores, redoble de campanas y lanzamiento de cohetes, el cortejo se acercó a la iglesia en el orden siguiente. Primero iban los cuatro gigantes, que son tan parte de la historia de Estella como Gog y Magog de la de Londres. Estas cuatro excéntricas figuras, de entre quince y veinte pies de altura, se alzaban sobre unos armazones ligeros. Sus cabezas y sus manos estaban hechas del mismo material que las figuras cómicas que estamos acostumbrados a ver en las pantomimas navideñas. Uno representaba a un rey. Llevaba un cetro y una corona en la cabeza, y su ropaje era azul. Su reina vestía de rosa sobre blanco y, por supuesto, llevaba un abanico. Los otros dos gigantes eran africanos, del color más negro que se puede pintar. Llevaban coronas de plumas y sus ropajes eran tan espléndidos como los de sus más rubios compañeros. Un hombre manejaba cada una de estas grotescas figuras desde dentro de sus faldones.

Les precedían un hombre con un sombrero blanco de ala ancha y velo, que iba embutido en lo que pretendía representar el cuerpo de un burro, y otro que llevaba puesta una gran cabeza parecida a las de los gigantes, pero más aterradora. Estos dos escuderos iban despejando el camino con vejigas colgando de una cuerda del extremo de una vara. La música vasca, de txistu y tamboril, iba delante de este extraño grupo. Bailando tranquilamente por la calle, encabezaron la comitiva y se colocaron cerca de la puerta oeste de la iglesia. Detrás venían una banda militar tocando la Marcha Real, el alguacil de la ciudad y dos filas de portadores de antorchas entre las que desfilaban el alcalde y el consejo municipal, los eclesiásticos con sus ropajes y los dos corceles blancos ya mencionados. A continuación, marchaba la comandante de la guardia estellesa de la Reina, compuesta por ocho mujeres jóvenes. Tanto ella como las que estaban bajo su mando, que caminaban detrás de doña Margarita, llevaban un ceñido vestido negro con fajín de cuero y, en sus manos, un sable desenvainado. En la cabeza llevaban boinas blancas, y todas lucían una margarita de adorno sobre el pecho izquierdo. Don Carlos y doña Margarita venían bajo un palio de seda blanca y varales de plata, sostenido por cuatro hombres cubiertos con capas de terciopelo morado mientras oficiales del ejército sujetaban los cordones y las borlas que colgaban del palio. Varios portadores de antorchas los flanqueaban a ambos lados y el general Dorregaray, el general Mendiry, el duque de la Roca, el Conde de Silva, el marqués de Castrillo, el conde del Pinar y otros oficiales los seguían detrás.

Las palabras no sirven para hacerse una idea de la impactante imagen que ofrecía la comitiva acercándose a la iglesia bajo el torrente de luz que, desde su interior, atravesando el oscuro pórtico, caía sobre ella. La plaza era un mar de cabezas y manos y pañuelos agitándose. Los vítores, que se sucedían uno detrás de otro, eran coreados desde las ventanas. Las bandas tocaban, los txistus silbaban y los cohetes explotaban en las alturas. De una calle vecina llegó una descarga de saludo y las campanas de todas las torres y torretas repicaban y repicaban sin parar. Entre tanto ruido y algarabía, los cuatro gigantes bailaban volteándose y volteándose dentro del círculo que formaban sus caballeros. La rígida inmovilidad de sus rostros era irresistiblemente cómica, como extraño contrapunto de la bulliciosa masa que los rodeaba por debajo, aportando un ingrediente disparatado que no casaba en absoluto con la altanería de las autoridades municipales y la gravedad del porte de los clérigos.