Cuando Vera era niña, un demonio rondaba su casa y acosaba a su madre, martilleándole los nervios hasta postrarla en cama durante días. Entre las sesiones de exorcismo con la meiga y las citas con el psiquiatra, año tras año, la superstición se desvaneció para dejar paso al diagnóstico. Es el punto de partida de El cuerpo de Cristo, cómic multipremiado con el que Bea Lema hace un ejercicio de autoficción que le ha servido para “entender a mi madre y a mí misma”. Lema (A Coruña, 1985) es la autora del cartel del Salón del Cómic de este año y ahora trabaja en un corto de animación que llevará su historia al cine.
Es la autora del cartel anunciador del 10º Salón del Cómic, ¿cuál fue su intención a la hora de apostar por este demonio que creo que tiene referencias navarras?
–Cuando me encargaron el cartel, lo primero que pensé fue que tenía que conocer elementos de la cultura popular navarra. Me encanta la artesanía, empecé a investigar y me encontré con los cabezudos y los kilikis, que me llamaron mucho la atención. Luego fui viendo que cada pueblo tenía sus personajes y me encontré con el demonio de Irurtzun. Este es un símbolo que me gusta y me atrae, así que empecé a trabajar sobre esa figura, sin perder de vista, eso sí, que los carteles deben tener un carácter comunicativo fuerte; que cuando los veas, te digan algo sobre el evento que están anunciando. Hice muchas pruebas, hubo momentos de dudas, de ‘no me sale nada’, pero, finalmente, me salió esta imagen que creo que reúne lo que buscaba: representar la cultura popular y el cómic. Y también meto el bordado y el textil y que me interesan mucho ahora mismo.
¿Y cuando la llaman para decirle que su cartel era el elegido?
–Me puse muy contenta. Sobre todo, me hizo ilusión la exposición en la que se muestran 25 originales bordados de El cuerpo de Cristo. Creo que es muy bonito verlos de cerca, percibir el volumen, la textura...
¿Cuál suele ser su proceso de creación habitual?
–Primero siempre hago una investigación gráfica, una búsqueda de referentes para crear una especie de mapa visual. Me empapo de esos elementos y después me pongo a dibujar, primero dibujos chiquititos, recogiendo las ideas que me vienen. El proceso creativo es bastante impredecible e incierto y tienes que confiar en que estás trabajando y en que algún momento llegarás. Es parte de la magia.
Tanto en el cartel como en la exposición podemos ver bordados sobre arpillera, ¿cómo se inició en este mundo textil?
–Surgió de la pura curiosidad. El cómic El cuerpo de Cristo fue un proceso largo, de cinco años, y sentía que necesitaba algo al margen que me refrescara un poco. Coincidió que en casa tengo una colección de arpilleras bolivianas con ilustraciones textiles, así que me animé y probé a hacer una de las páginas con esa técnica. El proceso me gustó mucho porque es muy relajante, bordar es un acto muy repetitivo, que lleva su tiempo, y el resultado me encantó. Por otro lado, también me estimulaba que fuera una técnica nueva y que a medida que yo iba avanzando se iba revelando la imagen. Es decir, no la controlaba del todo, sino que me iba dando soluciones nuevas. A partir de ahí, empecé a investigar sobre el textil y me encontré con la historia de las arpilleristas chilenas.
¿Qué averiguó?
–Eran grupos de mujeres que durante la dictadura de Pinochet se reunían para hacer este tipo de creaciones. Este movimiento lo impulsó la artista Valentina Bone, y era una manera de expresar toda la violencia que estaban viviendo, raptos, asesinatos, encarcelamientos... en un momento en que los medios de comunicación estaban secuestrados. Y también de contar fuera de Chile lo que estaba pasando allí. En ese sentido, es interesante cómo el arte tiene la capacidad de ayudarnos a vivir a través de la expresión. Me pareció increíble la historia de cómo unas mujeres que, a priori, parecían inofensivas, en realidad estaban siendo súper subversivas con el sistema.
Aquí, en Navarra, conocimos a las arpilleristas chilenas gracias al trabajo de animación de la artajonesa Esther Vital, con la que ha compartido un encuentro en el Museo del Carlismo de Estella. Como comenta, otro de los aspectos más interesantes de esta práctica es cómo algo tradicionalmente tan infravalorado como la costura llegó a ser tan importante en ese momento a nivel político.
–Totalmente. Durante mucho tiempo, la costura ha sido como un oficio impuesto a las mujeres, que incluso puede ser entendido como sumiso, porque el acto de bordar te hace agachar la cabeza, es solitario, silencioso... Sin embargo, darle la vuelta me parece maravilloso.
¿Sabía coser antes de iniciar este camino con las viñetas bordadas?
–Sabía coser porque es un oficio que está en mi familia ya desde mis abuelos. Mi madre también fue modista y yo crecí al pie de la máquina de coser viéndola trabajar. Nunca me quiso enseñar porque decía que era un oficio muy mal pagado, pero a mí lo manual siempre me ha encantado y de pequeña jugaba a hacer muñecos de trapo, vestidos para las muñecas y cosas así.
¿Cómo entró en el mundo del cómic y la ilustración?
–Aunque fui una niña a la que le encantaba dibujar y todo lo manual, en casa no estaba muy bien visto hacer algo artístico por aquello de la incertidumbre a la hora de encontrar. Por eso estudié Diseño Industrial, que, de alguna manera, era el camino del medio. Después trabajé unos años en la fábrica de cerámica de Sagardelos y, en ese momento, me di cuenta de que aquello no me gustaba del todo. Además, entonces estaba siendo consciente del papel de cuidadora que había ejercido en mi infancia.
¿Y necesitaba sacarlo?
–Sentía la necesidad de indagar un poquito más ahí; de ver mi historia desde fuera, de contármela y de entender qué había pasado desde que era pequeña.
Así nació ‘El cuerpo de Cristo’.
–Tuvo una edición previa en gallego, mucho más breve y muy sencilla a nivel gráfico, que se editó en 2017, y, a partir de ahí, sentí que la historia podía dar muchísimo más de sí y la amplié.
¿Es una obra que podríamos enmarcar en la autoficción?
–Me siento cómoda con esa palabra porque este trabajo tiene mucho de lo que ha sido mi vida, pero también hay otras partes que están ficcionadas, sobre todo la de la infancia de la madre. Ahí me faltaba mucha información, tenía pinceladas e intuía cosas, pero como tampoco no las sabía a ciencia cierta, prefiero usar esa definición, que, además, me permite generar un poquito de distancia. Sé que con esta historia me he expuesto mucho, pero así, lo hago un poquito menos.
¿Por qué le parece que este es un género que fundamentalmente cultivan las mujeres? ¿Quizá porque se abordan historias tradicionalmente escondidas?
–Eso es. Realmente, siempre ha habido autoras escribiendo estas historias, pero no se les daba visibilidad y creo que sentimos la necesidad de tener un espacio para contar nuestras realidades y de sentirlas como temas universales.
La enfermedad mental ha sido un tema invisible casi siempre, y en su caso ha querido compartir esta experiencia tan íntima. ¿Se trata de poner el foco de una vez en esas cuestiones difíciles que se esconden como si dieran vergüenza?
–Sí. Siento que las enfermedades mentales graves, como los delirios o la psicosis, siguen siendo un tabú muy grande que las familias viven con mucha vergüenza y desconocimiento y eso no hace más que el problema se haga más grande.
Vera, su alter ego en el cómic, ejerce un rol de cuidadora que no le corresponde porque es una niña, pero lo que llama la atención es su madurez y el tremendo amor que siente hacia su madre pese a todas las dificultades.
–Para mí, plasmar ese amor era muy importante. Creo que, en la infancia, la niña no tiene otra salida porque se encuentra sola. Su padre, su hermano y otras figuras adultas se ven desbordados por la situación y ella, como cualquier niño, no tiene adónde ir; simplemente quiere sobrevivir y su supervivencia depende de su madre. Por eso hace lo que haga falta, que, en ese ese punto, es cuidarla. Así, mientras va creciendo, ese papel de cuidadora lo tiene normalizado y totalmente asumido, aunque cuando es mayor, también se ven situaciones de fricción e incluso momentos en que no quiere saludarla por la calle. En este sentido, he querido reflejar los delirios como algo simbólico para tratar de entender de dónde vienen esos demonios que la persiguen, y creo que desde la comprensión también surgen otra empatía y otro cariño.
En cuanto a la salud mental, desde la pandemia es una cuestión que ha aflorado más. Sobre todo, cuando algunas/os celebridades han hecho públicos sus problemas en ese sentido. Sin embargo, ¿estamos profundizando o nos quedamos en la superificie?
–De entrada, es súper positivo que se hable porque por algún lado hay que empezar. Está bien que se hable, que se naturalice ir a terapia y que la gente reconocible lo diga, pero queda mucho por hacer. Por ejemplo, en cómo se abordan estos temas en el sistema público de salud. Creo que un psiquiatra tiene entre 10 y 15 minutos para verte y, en este tiempo, lo que puede hacer es darte una medicación. No va a saber cuál es tu contexto social, si tienes trabajo o no, si comes caliente... Por no hablar de si has tenido alguna vivencia traumática. Ahí queda muchísimo por hacer; y eso que hay profesionales de todo tipo, algunos con una gran sensibilidad, pero no disponen de recursos para hacer su trabajo. Vivimos en un mundo en el que el tema del cuidado de la salud pública está en decadencia, en parte por las privatizaciones y en parte por el modelo de sociedad. En realidad, no se atienden las necesidades reales de las personas, sino que se intenta encauzarlas para que sigan siendo funcionales y continúen haciendo lo que se espera de ellas. Parece que no hay espacio para enfermar.
En ese sentido, la crítica política también está presente en ‘El cuerpo de Cristo’, que también es una obra feminista.
–Totalmente, habla de cómo el cuidado al final recae siempre en las mujeres y de cómo este es un tema que está sin resolver. Además, también cuenta cómo esa etiqueta de ‘loca’ se ha usado muchas veces como insulto, cuando la locura de las mujeres tiene unas razones de ser que no son responsabilidad del individuo, sino de una estructura social que nos lleva a enloquecer por violencias, por sobrecarga de trabajos, de responsabilidades, de abusos...
¿Qué lugar ocupa la religión en este trabajo?
–Por un lado, en el libro hay mucho misticismo porque las creencias y los delirios de la madre están muy vinculados a la religión. Con este elemento intenté hacer un paralelismo en cómo tanto la religión como la ciencia pueden ser igual de dogmáticas cuando se van a los extremos. Porque igual que la religión tiene una respuesta absolutamente para todo, digamos que el equivalente podría ser la medicación. Para mí, también es extremismo no entender a una persona y sus circunstancias y simplemente intentar encauzarla a través de una pastilla.
¿De qué diría que le ha servido este trabajo?
–Me ha servido para entenderla historia de mi madre, para entenderme a mí y para entender el papel que hemos jugado todos. Me ha servido también para tener conversaciones incómodas, para pedir ayuda, para decir ‘bueno, yo voy a hacer mi parte dentro de la familia, pero no tengo que asumir toda la carga’. En ese sentido, me ha dado mucha claridad. Ha sido como cerrar una herida con esas puntadas.
¿Y cómo se recibió la obra en su entorno?
–Al principio se enteraron por el periódico porque a mí me daba terror sacar el tema. Entonces, tuve que tener esa conversación que no quería tener. En un primer momento, a mi madre le preocupaba ser reconocida por eso del tabú, y le expliqué que el argumento hablaba, precisamente, de que ese silencio que nos acompañaba era parte del problema y no de la solución; y que creía que contar la historia podía ayudar a muchas otras personas a no pasar por lo que hemos pasado nosotras. Esto la dejó tranquila.
¿Y el resto de la familia?
–Bueno, hay quien acepta la crítica, hay quien no. Que yo decidiera salir de ese papel de cuidadora suponía una rebelión; pero, claro, el precio que tenía que pagar para satisfacer a los demás era muy alto. A veces es necesario romper con esas dinámicas de cuidado que durante mucho tiempo se han atribuido a las mujeres.