Las piedras, dolientes, son un quebranto para el ánimo de la mayoría. Un suelo demasiado duro. Los adoquines al desnudo desvisten a lo corredores, los hace vulnerables, miedosos. Rodar entre piedras es un viaje por la incertidumbre entre trincheras. Hay que entender el lenguaje del pavés, tan seco, cortante. A los adoquines les encanta recolectar víctimas. Por eso en esas veredas son muchos los que corren como estatuas rígidas. Comprender a las piedras se antoja fundamental cuando el Tour dispondrá de varios tramos de adoquines en la quinta etapa. Entonces aguardarán casi 20 km de pavés distribuidos en once tramos (algunos de ellos inéditos), situados en los últimos 75 km de la citada jornada.

El G P Denain, una clásica francesa con la cara dura, empedrada, concentró una docena de trechos de piedras en los últimos 90 kilómetros de la cita, que invistió a Max Walscheid, el mejor en el esprint de un reducido grupo, más de medio pelotón desperdigado entre las piedras. La clásica sirvió como catalizadora del aprendizaje de algunos secretos de los piedras. Primoz Roglic, Jonas Vingegaard y Daniel Martínez acudieron a la escuela de los adoquines. El pavés tiene sus propias reglas. Los adoquines castigan y penalizan.

Vingegaard, segundo en el Tour de la pasada edición, se abolló en uno de los tramos de adoquines. Las piedras no perdonan. Pinchó. Eliminado. Daniel Martínez, que lucía estupendo abrigado por el Ineos, se perdió en el instante en el que el equipo británico la emprendió a pedradas en el sector más intenso del pavés de los doce que componían el rompecabezas de la clásica.

Primoz Roglic, rocoso, sin poros, entendió a la primera a las piedras. Hablan el mismo idioma. El esloveno es duro como una roca. En su toma de contacto con el universo del pavés, Roglic brilló como una gran estrella. Rodó como si las piedras fueran sus amigas. Le cazaron, junto a otros fugados, a apenas un kilómetro del final después de exhibir sabiduría y destreza. Roglic se comportó en el pavés como si aquello fuera parte de su rutina. ATAQUE DEL INEOS

Magnus Sheffield, un querubín, apenas 19 años, Ben Turner, un pívot de 1,94 metros, y Jhonatan Narváez, el ecuatoriano, araron los adoquines al estilo Ineos, con la coreografía perfecta. Maniobraron de fábula entre los márgenes estrechos de tierra y los adoquines. Roglic, siempre atento, se adaptó de maravilla. El esloveno es una roca. Un campeón de punta a punta. Roglic se subió de un respingo a la propuesta británica. Reciente ganador de la París-Niza después de un último día sufriente, el esloveno recuperó el brío de siempre. Lució con enorme solvencia. Con ellos se intercaló Damien Touzé. El quinteto engranó marchas entre el traqueteo de los adoquines, una tortura, un campo de minas.

El Ineos, el equipo que coleccionaba el Tour de la última década (aún recuerda la derrota de Froome en los adoquines en la edición de 2014) antes del meteoro Pogacar, se afiló. Sheffield y Turner eran los caballos de tiro de Narváez. Roglic, la mirada abierta, los ojos absorbiendo el sistema de nervios de los adoquines, diseccionó el empedrado sintiéndolo. Sistema braile. Touzét también se implicó. Mientras duraron los penachos de pavés, los cinco respiraron una buena ventaja que alcanzó el medio minuto en su cénit. El esloveno guardaba cada pedalada en la memoria. Directa al baúl de las sensaciones, al almacén del aprendizaje. Necesitaba estudiar su comportamiento.

CAZADOS A UN KILÓMETRO DE META

El G P Denian servía como ensayo general de las piedras que le arrojará el Tour. Roglic no perdió detalle. Masticado el adoquín de la clásica, el pelotón se ordenó lo suficiente y pico piedra para cauterizar la herida. Cosieron la brecha a falta de un kilómetro. En el esprint tras los adoquines se impuso el gigante Max Walscheid, un rascacielos de 1,99 metros. Roglic, una roca, observó el pleito de la velocidad desde cierta distancia. Como a un arqueólogo, le interesaba descubrir el secreto de las piedras. En Francia entendió su significado. Roglic comprende el lenguaje de las piedras.