Hablar de Miguel Gallastegi es hacerlo de Don Miguel, una persona que adquirió semejante trato cuando triunfaba en los frontones. Sus cualidades deportivas y humanas elevaron su figura, porque si era genio de la pelota, también era persona de trato exquisito. Un tipo comprometido en todas las facetas de la vida. Alguien excelente. De ahí que su legado sobrevivirá mientras exista el ser humano. A sus 100 años abandona a los mortales para ascender a los cielos pelotazales. Ayer nació la leyenda.

Miguel vino al mundo el 25 de febrero de 1918 en el caserío Asolaigartza, en el valle de Mandiola, Eibar. Hijo de Paulo Gallastegi y Ceferina Ariznabarreta, tenía dos hermanos, Justo y Joxepa. Miguel fue ahijado de la humildad, criado en la necesidad y un porvenir proyectado por la incertidumbre del ámbito rural. De hecho, ya en sus años mozos ayudaba en las tareas domésticas, pescando en el río Ego para llevar comida a casa o realizando tareas de campo para la jornada siguiente madrugar a fin de acompañar a su ama al mercado. El sustento de la familia Gallastegi-Ariznabarreta era el trabajo diario, que siempre quedaba sujeto a las expectativas de la cantidad de ventas que reportaban las labores rurales.

A los 10 años, Miguel vivió su primer contacto con la pelota, el que sería su reino, “fundamental”, que diría. Pero no fue hasta a sus 13 febreros cuando el impacto contra el cuero comenzó a ser asiduidad, cuando las manos vieron nacer los callos. El joven Miguel culminaba sus fechorías regresando sigiloso a casa, después de pisar el frontón Astelena de Eibar para hacer sus primeros pinitos en un frontón, en La Catedral, el escenario que catalogaba de “mejor sitio del mundo”. El bisoño incluso se escapaba por la ventana para dar rienda suelta a su pasión. “Cuando éramos pequeños nos dedicábamos a portar las maletas de los pelotaris profesionales que jugaban en el frontón Astelena de Eibar. Cuando tenía 13 años, en junio, se realizó una gran reunión con todos los grandes pelotaris del momento. Allí estaba yo”, rememoraba a solo unas horas de cumplir su centenario.

El escritor Luis Aranberri Amatiño refleja quién era Miguel en su obra La pelota según Miguel Gallastegui. Era un “plaza-gizon, simboliza el prototipo de hijo de caserío que triunfa en el medio urbano: de porte estilizado, despierto, un tanto rebelde, ilustrado, dispuesto a afrontar los riesgos inherentes a la sociedad de los nuevos tiempos y de no achantarse ante los depredadores de la calle”. Miguel era una suerte de David contra el Goliat de la vida. Un joven chicarrón que se alzaría hasta los 186 centímetros dispuesto a combatir con arrojo y voluntad la incertidumbre del destino. Miguel era un tipo valiente, de los que no ocultaban sus opiniones, siempre vertidas desde el respeto y evitando la ofensa al prójimo. Pero siempre con la personalidad por delante. Era su escudo protector, pero también el mascarón con el que se abría camino por la vida.

del frontón al frente En 1936 alcanzaría su debut profesional. Si bien, la Guerra Civil aguardaba a la vuelta de la esquina. La estrella incipiente vio ralentizada su progresión hacia el firmamento. Le tocó escuchar el silbido de las balas. Fue reclutado como combatiente. Chico al que la trinchera llevó con premura a la madurez. Gallastegi prestó servicio en el batallón Amuategi para después velar en Aguilar de Campoo, todo ello antes de caer enfermo de sarampión e ingresar en el hospital de Mondariz. Internado, jugó un partido de pelota y, cómo no, ganó. “Gustó mi estilo”, evocaba al filo de alcanzar su centenario. Repitió; sacó “a pelotazos” a su rival. Nuevo triunfo. Causó sensación. El director del centro, con una mujer procedente de Elgoibar y que conocía al joven, riñó a Miguel, pero le concedió un paréntesis de cinco meses. Mandó a Miguel a casa. De baja por convalecencia. “Fue entonces cuando subieron mis prestaciones en el frontón”, evocaba para este periódico. Rebelde con causa, sacó chispas al periodo de ‘recuperación’ de su salud. Pero, evacuada la enfermedad, tocó regresar al frente. Las balas siguieron cruzándose. Miguel permaneció cerca de tres años abrazado a la crueldad.

El eibartarra jamás se rindió a su deseo. Nunca se replegó. El armisticio abrió su gloria. La década de los 40 sería su confirmación como figura del frontón. Poderoso zaguero, hizo de su golpe de besagain su arma más temida. Sus músculos se alimentaban con el corte de troncos durante 20 minutos al día. De casta le venía a Miguel; su hermano, Justo, era harrijasotzaile. Miguel vio un filón por explotar en la preparación física. Nacía el nuevo pelotari. Una nueva forma de entender y preparar este deporte. Miguel Gallastegi era bisagra para la transición entre antigüedad y modernidad. Era un tipo sofisticado y entregado. Visionario. Además de portentoso; no en vano, jugaba partidos en solitario contra parejas, o con una pareja frente a tríos. El espectáculo estaba servido con Gallastegi.

Atano III, gran referente entonces de la pelota, pudo en 1942 anticipar lo que estaba por llegar. Miguel venció por 22-13 en el Astelena al campeonísimo. El nombre de Gallastegi corría desatado por los frontones. El boca a boca hablaba de una nueva generación que venía pegando fuerte. En 1944, por ejemplo, Miguel dejó en blanco (22-0) al Zurdo de Mondragón. Las gestas se apilaban en los anales. 1945 dejaría otra de ellas, don Miguel disputó la friolera de 104 partidos en apenas diez meses, un nuevo récord que daba cuenta de sus facultades físicas.

Pero sería en 1948 cuando Gallastegi cobraría otra dimensión, tras derrotar precisamente a Atano III y apoderarse de la txapela del Campeonato del Manomanista. El Municipal de Bergara asistió a un 22-6 que es uno de los momentos que jamás olvidará la memoria de la pelota vasca. Atano III encontró aquel día una alternativa a su trono; Gallastegi escribía el epílogo de 22 años de reinado del pelotari azkoitiarra, la mayor era de dominación de todos los tiempos en la especialidad. “Sufríamos cuando teníamos que jugar en contra porque éramos amigos”, reverdecía Gallastegi.

transición Don Miguel encabezada una transición que dejaba atrás a la época de los Atano III, Kortabitarte o Mondragonés para poner alfombra a la llegada de los García Ariño u Ogueta. Además de renovar el estilo pelotazale, pugnó en los despachos por los derechos en los emolumentos con un carácter indoblegable. Gallastegi firmaría dos txapelas más del Manomanista, en 1950 y 1951; para lograr los títulos batió en ambas ocasiones a José Luis Akarregi, 22-15 en la primera de ellas, en el eibartarra Astelena, y 22-14 en la segunda, en Bergara. Ya en 1953, renunció a disputar la final contra Barberito.

Prolongó su recorrido por cerca de 50 frontones hasta 1960. Don Miguel se transformó en empresario dedicado al arte cinematográfico y teatral, a la construcción y también a los sectores agrícola y ganadero. Conservó la lucidez hasta el último día. Su memoria tenía precisión de amanuense; su opinión no se escondía; su hospitalidad fue encomiable; su sonrisa lucía perenne. “No me trate de usted, que todavía soy joven”, decía con sorna al asomar a sus 100 años. En la centena, ha ascendido al paraíso. Ayer, Miguel Gallastegi, el último Don, se hizo eterno. Goian bego.