Luis Iribarren le brillaba la sonrisa en la boca cuando, en el invierno de 1998, anunció el fichaje de Asier Olaizola por Aspe. "Con él se viene su hermano pequeño, que me gusta una barbaridad", decía en los viejos y estrechos pasillos del Labrit, donde la nueva empresa, creada con el impulso de EITB para competir con Asegarce, programaba partidos los viernes por la noche. No pudo afinar mejor en su pronóstico. Un pelotari así, aunque luego cambiara de camiseta, podía sujetar una empresa. Porque Aimar Olaizola iba para figura y, aunque debutó sin el estrépito y la fanfarria de otros, sin haber completado aún su crecimiento físico, muy pronto miró de frente a los mayores. En aquel otoño de 1998 se estrenó en el Cuatro y Medio con tres victorias consecutivas que mostraron su dominio de la distancia y el territorio.

Pronto su reinado se extendería por todo el calendario. Aimar era (es) diferente. Y con él se marcha el último clásico, uno de esos pelotaris que uno hubiese imaginado, elegante y dominador, en cualquier época. En la suya, supo adaptarse gracias a una técnica privilegiada, maravillosa. Del juego a bote al sotamano, de la carrera hacia atrás a la volea. Todo sin perder nunca la esencia, la precisión del cirujano para dominar los partidos desde el primer pelotazo, la intuición y el conocimiento para anticiparse. No le hizo falta ser el más fuerte, ni el más rápido, ni el que más pegaba ni el más divertido. Pero ninguno de sus rivales resultó tan completo, tan cerebral. Un liquidador preciso, un asesino frío y silencioso en la cancha.

Ganar, muchas veces sin necesidad de meter ruido, fue siempre el único objetivo. Por supuesto en las finales, pero también en las ferias de pueblo e incluso en los partidos de homenaje al rival. El 20 de septiembre de 2001, Julián Retegui, el ganador por antonomasia, disputaba en Logroño su último partido. Tenia 47 años y una leyenda a sus espaldas. Pero enfrente andaba un Aimar Olaizola de apenas 22 que, ya con 21-18 a su favor y Retegui por los suelos, no dudó en levantar la mano para reclamar el tanto. La pelota había botado dos veces. Y Aimar quería ganar, claro.