l COVID-19 además de provocar una pavorosa crisis sanitaria, a la que hemos hecho frente gracias a nuestro sistema sanitario público y al abnegado esfuerzo de sus profesionales, ha desnudado también las peligrosas debilidades de nuestra estructura económica e industrial.

Resulta sonrojante que un país como España (la décima potencia industrial del mundo hace 40 años) haya necesitado más de un mes de gravísima crisis sanitaria para tener capacidad de fabricar algo tan elemental como mascarillas quirúrgicas para toda su población o respiradores para sus UCIs.

La integración de España en la UE y en la globalización han funcionado como aceleradores de su desindustrialización. Desindustrialización que sus élites políticas y económicas aceptaron y apoyaron desde el principio.

Ambos procesos, dinámica interna de la actual UE y globalización económica, han derivado, en el caso del Estado español, en una estructura económica progresivamente desindustrializada, con poco peso de los sectores productivos innovadores y de alto valor añadido, y una creciente dependencia tanto de sectores intensivos en mano de obra barata como del capital financiero extranjero.

La industria manufacturera española representaba en 2018 el 12,6% del PIB (11,5% del empleo) mientras que Alemania alcanzaba el 21%. Desde el año 2000 ha perdido 3,6 puntos de participación en el PIB mientras que Alemania lo ha mantenido.

A este escaso peso cuantitativo se añade un problema también cualitativo. La industria española muestra una alta concentración en actividades de bajo-medio valor añadido (alimentación, textil, refino y metal excepto maquinaria y equipo), una menor especialización en actividades de medio-alto valor añadido (químicas, transporte y maquinaria y equipo) y una baja presencia en actividades intensivas en I+D (industrias médicas y farmacéuticas o informática).

No es una debilidad exclusiva de España, pero tampoco puede afirmarse que esta situación fuese inevitable como lo demuestra que países como Polonia, República Checa o Hungría han desarrollado en los últimos años una industria de alto valor añadido.

A partir de 1986, fecha de entrada de España en la entonces llamada Comunidad Económica Europea (actual Unión Europea), se culminaron los procesos de desmantelamiento industrial en sectores como el siderúrgico, el naval o el químico y más adelante los gobiernos de PSOE y PP acometieron la privatización de las empresas públicas más importantes (energéticas, transportes, telecomunicaciones o financieras) mediante su venta al capital privado, frecuentemente extranjero.

La participación del Estado en el mercado bursátil pasó del 16,64% en 1992 al 0,34% en 1999. En Italia o Francia este porcentaje supera el 12%.

Este proceso de progresivo debilitamiento del músculo económico e industrial propio no cambió con la puesta en marcha del euro en 2002.

La moneda común supuso renunciar a una política monetaria autónoma adaptada a las necesidades de la economía española y dejarla en manos de unas instituciones monetarias europeas diseñadas bajo la más estricta ortodoxia neoliberal.

En los primeros años del euro, bajo el paraguas de la nueva moneda, se produjo una fuerte expansión del crédito y la inversión extranjera. Fueron los “años felices” de la especulación inmobiliaria, la corrupción política y el endeudamiento privado masivo bajo una lluvia de millones de dinero aparentemente fácil y barato.

Fueron también lo años, aunque en ese momento eran muy pocos los que como IU lo denunciaban, de la irresponsabilidad y el fracaso histórico de la clase política del bipartidismo y del régimen del 78. En vez de dirigir esa lluvia de millones y deuda a financiar un programa de reconstrucción industrial sostenible en España lo que se hizo fue especular con todo lo que se pusiera a mano empezando por el ladrillo, además de robar sin parar con la corrupción.

Un gobierno que se hubiera propuesto planificar y dirigir la alta capacidad inversora de esos años hacia una industrialización ligada a la I+D+i probablemente se hubiera topado con dificultades inherentes al marco UE y a la globalización. Pero lo cierto es que las élites políticas y económicas españolas nunca cuestionaron durante estas décadas la función subalterna y precaria asignada a la economía española y nunca aspiraron a un cambio de rumbo.

La fiesta del endeudamiento masivo, corrupción y especulación terminó con el estallido en 2008 de la crisis financiera global y de la crisis de deuda en 2011.

España en el marco euro no podía devaluar una moneda propia, no existía ya la peseta, así que tuvo que hacer una devastadora devaluación social en forma de paro masivo, pérdidas salariales, desahucios y recortes.

En esos años España pudo pagar las pensiones y mantener abiertas escuelas y hospitales a costa de que su deuda pública pasara de unos 400.000 millones de euros en 2008 a más de un billón en la actualidad.

Estados de la UE como Portugal, Irlanda y sobre todo Grecia ni siquiera pudieron mantener la financiación de sus estructuras sociales más básicas y tuvieron que pedir socorro a la UE y al FMI que les impusieron mayores y draconianos recortes sociales.

España en febrero de 2020, en términos económicos, aguantaba pero con sus capacidades financieras y económicas propias enormemente debilitadas.

Su deuda pública representaba más del 100% del PIB, el paro seguía por encima de los tres millones de personas y las administraciones públicas continuaban con déficits presupuestarios y graves dificultades para financiar sus políticas. En ese momento llegó el COVID-19.

La recaudación fiscal va a caer severamente en 2020, pero el gasto público deberá no solo mantenerse sino aumentar para poder mantener los servicios públicos esenciales (educación, salud, derechos sociales), pagar las pensiones y dar prestaciones a los millones de trabajadores y autónomos que están quedando en el paro o cerrando sus negocios.

Estados con fuerte base productiva, industrial y financiera como Alemania tienen recursos propios para hacerlo, pero otros estados de la UE como España o Italia no la tienen, y además carecen de una política monetaria propia que puedan adaptar a sus necesidades de financiación.

Si España o Italia quieren acudir a los mercados de capital privado para endeudarse y financiar así sus futuros y crecientes déficits públicos esos mercados les negarán la financiación (como sucedió en 2011) o se la concederán a un inasumible coste (prima de riesgo). Pero al mismo tiempo en el marco legal neoliberal del euro tampoco la UE y el BCE pueden financiar el endeudamiento de los estados miembros.

Esta es la encrucijada hoy de la UE y el euro; el cumplimiento de su legalidad condenaría a países como España o Italia a la quiebra, a la suspensión de pagos y a una ruina social como la que sufrió Grecia en la anterior crisis.

Antes de que esto suceda probablemente se rompería la UE y el euro, aunque eso a corto plazo conllevase también muy duras consecuencias para estos países. Esta es la encrucijada a la que se enfrenta hoy la UE, o renuncia a su insostenible y fracasado marco neoliberal o sus tensiones políticas y sociales internas se dispararán.

En todo caso desde la realidad hoy del Estado español si hablamos honestamente de reconstrucción, además de hablar de nuestro sistema sanitario público, de nuestra fiscalidad o de nuestras normas laborales, deberemos hablar también de reconstrucción industrial y de profunda reforma de la UE.

Deberemos decidir de qué parte de los fondos de reconstrucción vamos a dedicar a rehacer una industria propia con liderazgo público y alto valor añadido y deberemos hablar de cómo recuperar una banca pública que sirva de motor financiero para esa reconstrucción industrial.

Necesitamos también de una redefinición del proyecto europeo en el que la política monetaria sea una herramienta más de la política económica bajo control público y democrático, y en el que se ponga punto final al dumping fiscal en la tributación del capital y de las grandes corporaciones y empresas multinacionales.

Si no abordamos estos cruciales retos, y nos conformamos solo con gastar los fondos que consigamos arrancar de la actual UE para tirar adelante unos años más no solucionaremos los gravísimos problemas estructurales de nuestro tejido económico y seguiremos caminando hacia el precipicio.

Por eso creemos que este 1 Mayo deber ser un día en el que el conjunto de la ciudadanía y en especial la clase trabajadora se proponga un firme cambio de rumbo, un nuevo rumbo hacia una reconstrucción social pero también económica e industrial.

Excoordinador y coordinadora de IUN-NEB