adie duda de que el comercio se la juega en la digitalización. No pasa un día sin que un experto patrocinado hable de ello. Se organizan jornadas, se anuncian ayudas, se exponen casos variados de éxito. Es verdad. El consumo ha cambiado, al cliente hay que atenderlo allá donde esté, vincularlo a tu marca, conocerlo, darle lo que pide con rapidez, calidad y seguridad.

Lo saben las asociaciones de comerciantes y lo repiten los gobiernos. Hay que transformarse, que lo paga Europa. Pero el pequeño establecimiento, el de propiedad local, ese que paga impuestos que mantienen hospitales y centros de salud y colegios y carreteras, ese que no es Amazon ni podrá jamás serlo, también se la juega en el modo en que nuestros políticos planean el urbanismo: en cómo se levantan los barrios y se dibuja una ciudad que, si no se interviene de manera eficaz, tiende a desparramarse.

Es lo que ha sucedido en los últimos 20 años. Las nuevas urbanizaciones han depredado mucho más terreno del que necesitaban. A barrios con baja densidad de viviendas, como Sarriguren, donde los edificios apenas levantan cuatro alturas, le han seguido otros como Lezkairu, que carecen de espacios peatonales amplios o parecen pensados para conducirse en todoterreno. Avenidas de cuatro carriles que invitan a irse, más que a quedarse, suponen además un riesgo en zonas jóvenes repletas de niños.

Esta ciudad difusa, que en el caso de Pamplona amenaza con desbordar los límites de la comarca, es el peor enemigo para un pequeño comercio que necesita barrios populosos, con una densidad de viviendas generosa y suficiente, lugares pensados para vivir y no solo para dormir o echar una cerveza el domingo por la mañana. No es necesario inventar nada, solo mejorar lo que ya existe. Basta echar un vistazo a San Juan o Iturrama, un tercer ensanche hoy envejecido, pero con capacidad para sostenerse, reinventarse y seguir funcionando de modo autónomo, con todos los servicios y no solo el comercio básico. Una vez que nuevas generaciones vayan tomando el relevo sus calles irán reviviendo.

Hace unos días, el arquitecto Natxo Barberena reinvindicaba en estas mismas páginas el valor de las plazas como lugar de encuentro y vida. No es casualidad que los nuevos barrios carezcan de ella. Hay ideología, además de euros, en la planificación urbanística. Lo cuenta Jorge Dioni en La España de las piscinas (Arpa), quizá uno de los ensayos más estimulantes del año, donde analiza el impacto de un tipo de urbanización que, a pesar del incierto verano pamplonés, ya asoma en Ardoi o Erripagaina. El modo en que vivimos, argumenta, influye en cómo pensamos.

Hoy todo es digital, todos debemos ser resilientes y vivir de modo sostenible. Vale. Pensemos entonces que nada hay más sostenible que la ciudad compacta, aquella que reduce los desplazamientos, donde el centro comercial de las afueras es una opción, pero no la única posibilidad. El futuro de las tiendas de barrio también se juega en estas decisiones políticas. Tomarlas no siempre es gratis, pero seguro que muchos comerciantes las agradecen e incluso las prefieren frente los discursos vacíos que, más que de vez en cuando, se ven obligados a escuchar.