Usted era y es miembro de la Peña Izar.

–Sí, éramos una peña solo de mujeres y teníamos nuestro local en Andoain. Era otra época. Incluso nos llevábamos bien con la Peña Mujika y tres de nosotras habíamos viajado a Praga en una de las eliminatorias anteriores sin tener ningún problema. Nos preguntaron a ver si queríamos ir de nuevo con ellos, pero a Madrid preferíamos ir con tranquilidad y pasábamos de cualquier historia. Mejor con nuestro autobús y nuestro chófer.

¿Cómo organizaron el viaje?

–Pusimos un anuncio, como se solía hacer antes, y la gente llamaba y se apuntaba. El autobús tenía 55 plazas. Las entradas nos la vendía la Real. En el partido anterior, al acabar, estábamos por el bar Xanti y nos encontramos con Aranzabal, al que acompañaba su aita. Y recuerdo que nos comentó: “Andad con cuidado allí, eh”. A nosotros nos sorprendió porque qué nos podía pasar, si solo íbamos a un partido de fútbol, a ver a la Real.

Y llegó el día.

–Sí, salimos de Andoain y pasamos por Donosti para recoger a un grupo entre los que estaban Aitor, su novia y su cuadrilla. El viaje fue muy divertido. Cuando no conoces a la gente, siempre intentas entablar relación y Aitor era la guindilla. Enseguida vino donde nosotros, empezó a contar chistes y nos quedamos con él porque era muy salsero, en el buen sentido de la palabra. La Real nos comunicó de que cuando llegáramos al campo avisáramos a la Policía. Recuerdo que nos quedamos a comer en un centro comercial Alcobendas y, al acabar, llamamos desde una cabina y nos acompañaron hasta aparcar en un parking cerca del Calderón. De camino nos encontramos con la Peña Mujika y nos invitaron a ir con ellos a Vallecas, pero preferíamos ir por nuestra cuenta.

Ahí aparece en escena el famoso municipal nunca encontrado...

–Como quedaba bastante tiempo para el partido, decidimos ir a tomar algo y le preguntamos a un policía municipal dónde podíamos ir. Nos dijo: “Id a este bar, porque ahí vais a estar muy bien, pero no vayáis a este otro, porque ahí se juntan los ultras”. Al que nos mandó fue al famoso bar Parador y entramos todo el autobús como si fuese el Xanti. Yo pasé al baño y, cuando estaba dentro, entró una compañera de la peña y me dijo: “Ha venido la señora del kiosko que está aquí fuera y nos ha dicho que saliéramos de aquí pitando. Que es aquí donde se junta el grupo más radical de la afición del Atlético”. Decidimos ser discretas y no montar mucha bulla mientras íbamos saliendo para no alarmar a nadie porque había hasta niños entre nosotros. Estaba mi madre y nosotros también nos sentíamos en parte responsables porque éramos las que habíamos organizado el viaje.

Ahí empezó la verdadera pesadilla.

–Cuando vamos saliendo ya había gente fuera esperándonos y empezaron a insultarnos. No eran todo ultras, había de todo. Nosotros les preguntábamos impresionados: “¿Pero qué os hemos hecho nosotros?”. Entre nosotros hablábamos en euskera, porque yo siempre me comunico así. “Habla en español, hija de puta”. Fuimos saliendo y yendo hacia el campo pero ya salían de todos los sitios corriendo y con coches. Ya era una escapada. “¡Corred!” Nos pegaban, a bastantes nos tiraron al suelo y nos propinaban golpes. El problema es que el estadio no estaba cerca y que, a pesar de que apareció la Policía, no nos defendió. Era un sálvese quien pueda y parecía que había grupos de radicales que iban a matar. Estaban muy bien organizados y la sensación era que si nos pillaban, nos mataban. No distinguían entre mujeres y hombres.

¿Recibió muchos golpes?

–Bueno, me tiraron al suelo y me golpearon, no me acuerdo de las caras pero si recuerdo perfectamente el sonido y el ruido. 25 años después, todavía sigo percibiendo esa sensación. Llegamos a una puerta unos cuantos y ahí sí que había un policía nacional y le pregunté aterrorizada: “¿Pero qué nos están haciendo?” Me respondió: “Os están dando lo que merecéis, hijos de puta”. La sensación fue de un miedo terrible, porque si el que te puede proteger te dice esto y no lo va a hacer... Yo tenía 20 años, veo ahora a mi hija que tiene 15 y pienso “si son niñas”. La mayoría éramos gente de 20-30 años y muchos acabamos con heridas.

Un cuarto de siglo después no se olvida del municipal.

–Es que era hasta muy guapo, ojos azules, alto... ¡En el cuerpo tenían que saber quién era ese municipal. ¡Por el turno y por el sitio en el que se encontraba! Es que jamás se me pasaría por la cabeza si me pregunta un aficionado de otro equipo mandarle a un bar donde hay radicales. Menos aún si eres un policía. ¿Y si estaba organizado? No quiero que parezca que sufro delirios mentales, pero desde luego sí que lo pareció.

¿Cómo se enteró de lo de Aitor?

–A partir de ahí decidieron meternos en el campo y nos fueron llegando noticias. Primero que tenía una herida e iba a volver tras ser atendido. Luego que le habían pinchado y tenían que ponerle puntos, pero que estaba bien. Más tarde que se iba a quedar ingresado... Las noticias que nos llegaban cada vez eran peores. Hasta que el partido estaba cerca de terminar y pensábamos que no nos podíamos ir sin él. No teníamos forma de ponernos en contacto con él y su novia. Nos dijeron que le tenían que operar y ya nos dimos cuenta de que era un tema grave. Recuerdo que Iñaki de Mujika se acercó en la grada para preocuparse y comentó por la radio que estábamos bien, porque no podíamos llamar a nadie, y que faltaba solo un aficionado que estaba en el hospital. Nosotros habíamos quedado también con la Peña Número 12, de Madrid.

El partido fue lo de menos.

–Yo no sé ni lo que pasó, no sé lo que pasó. No lo vi. No recuerdo ninguna imagen, ni quién jugó o cómo acabó o quién marcó. No podía articular palabra y eso que todavía no sabía la magnitud de lo sucedido. Me dices que hacía 30 grados y te creo.

Estaban en una de las tribunas del Calderón, ¿Qué ambiente había?

–Horroroso. Les veíamos de cerca y no tenía nada que ver con los ultras, era todo el campo insultándonos, llamándonos de todo. “Hijos de puta, vascos etarras”. Y en la tribuna, detrás de la separación, les veías tan de cerca insultándote a la cara. Padres con sus hijos. Otros haciendo como que nos acuchillaban. Luego me marcó cuando al día siguiente iban muchos con las flores a la puerta donde le acuchillaron ¿Cómo vais con una flor en memoria de Aitor Zabaleta? ¿Qué falsedad es esta cuando miles de personas nos habéis estado llamando de todo mientras se debatía entre la vida y la muerte? A los del campo no les importaba nada lo que había pasado. Al acabar tuvimos que estar muchísimo tiempo esperando y salimos en mitad de un cordón policial hasta la puerta del autobús. Era como una película. Cuando íbamos saliendo, nos apedrearon el autobús desde un puente. De repente alguien gritó: “¡Agacharos!”, y muchos nos tiramos en el pasillo. No nos rompieron ningún cristal.

Me puedo imaginar el silencio...

–Venía la cuadrilla de Aitor. Cuando le apuñalaron tampoco tuvieron opción de quedarse, ya que estaba su novia y fue un momento de tanto caos que ya no había posibilidad de dar marcha atrás y solo podíamos entrar en el campo. El viaje de vuelta fue horroroso. Estaba la radio puesta y no paraban de informar cada hora. Hubo un momento que la quitamos porque no había quien aguantara eso. Allí sabíamos que estaba muy grave y de repente dijeron que había fallecido.

Tranquila, Maider...

–Pasan los años y me sigo emocionando al recordarlo. Lo grave de este tema es que, por un lado, está el ataque y asesinato y, por otro, todo lo que sucedió en los años posteriores en los que las pasamos canutas. Los viajes que hacíamos con la policía a Madrid, las ruedas de reconocimiento... No se puede comparar, pero fue otra pesadilla que no se la deseo a nadie.

Nadie se esperaba lo que les aguardaba a partir de ese momento.

–Llegamos a Andoain y a Donosti. En aquella época tenía el teléfono de casa de Juantxo Trecet, el delegado. Y le comenté a mi ama: “¿Nosotros hemos visto esto y qué hacemos? Vamos a llamarle”. Cogió su mujer, me reconoció y le dijo a Juantxo: “Corre que es Maider”. Le expliqué que el ataque había sido a nuestro autobús. Me respondió que iba a hablar con el presidente. Eran las siete de la mañana y hacia las 13.00 horas me llamó Luis Uranga. Le conté que había sido un ataque indiscriminado y que habíamos visto caras que podíamos reconocer. Me contestó que ahora estábamos muy calientes y que mejor dejáramos pasar unos días y ya hablaríamos. Yo no lo entendí, la verdad. Por la tarde no fui a clase y empezaron a llegar unidades móviles al local de la peña. Al mediodía nos reunimos, recuerdo que vino Iñigo Idiakez y, como pensábamos que algo teníamos que hacer, nos presentamos en las oficinas de la Real. Les contamos que incluso algunos de los atacantes se bajaron de coches, no teníamos las matrículas, pero sí los modelos. Nos pusieron en contacto con la Ertzain-tza y ya esa noche de madrugada empezamos a declarar en la comisaría. Nos venían a buscar a casa. En los siguientes días no sé cuantas veces fuimos a la comisaría del Antiguo, ya entrábamos sin enseñar el DNI.

No tardaron en empezar los viajes a Madrid.

–El día de Santo Tomás fue la primera vez que viajamos a Madrid a declarar. Lo hicimos en diferentes coches y casi escondidos porque había secreto de sumario. Nos pidieron que no hablásemos con nadie, cuando nosotros lo que queríamos era hablar y denunciar. Nos llevaba la Policía, nos comentaban que no podíamos ir solos porque estábamos en el punto de mira de los ultras. Éramos unos pipiolos, ahora quizá no me llamaría tanto la atención. Nunca había pisado un juzgado. Entrábamos directos al parking, parecíamos nosotros los acusados o detenidos. El trato era correcto, pero tampoco era bueno. Nosotros estábamos siempre con la Ertzaintza. Tuvimos suerte, porque eran personas, que nos hicieron sentir protegidos y cuidados. Estaban con nosotros, sentíamos que eran de los nuestros.

Lo que llegaron a vivir ya no encaja ni en un guión retorcido.

–Los ertzainas nos acompañaban hasta el baño. Un día estábamos dentro y nos dijeron: “tenéis que salir”, y en uno de los wateres habían sorprendido a uno de Bastión escondido. ¿Para qué? Nada bueno... Rodríguez Menéndez era el abogado de Ricardo Guerra y a mí me salían palabras en euskera por los nervios, porque no sé si estábamos preparados psicológicamente para declarar y me decía: “¿Usted no sabe hablar en castellano a estas alturas?” Luego las ruedas de reconocimiento, que eran como las que veíamos en las películas. Yo no pude distinguir a ninguno. Estaban todos rapados y con la misma vestimenta. Les querías reconocer, pero y si no es… Se daban la vuelta, eran todos casi iguales. “¿Usted, reconoce si es o no es?”

¿Qué recuerdo guarda del juicio?

–Fue terrible. Estaban detrás de nosotros, no paraban de decirnos cosas mientras nadie les paraba o les llamaba la atención o hacerles callar o expulsarles de la sala. Nosotros mirábamos y nos preguntábamos cómo era posible, pero éramos simples monigotes. Antes de entrar teníamos que estar separados, no podíamos estar juntos. Imagino que era el protocolo para que no nos contáramos cosas o no sé. Un día, cuando me tocaba entrar en la sala, yo estaba sentado en un banco con un policía y había más gente. Un matrimonio y un chico con su novia que se sentó al lado de mí en estas sillas de sala de espera. Bien vestido, con su jersey. Y yo pensando este es uno de ellos, es de Bastión… Me levanté y se lo comenté al policía y me dijo: Uy, perdona, que tú no deberías estar aquí... Era uno de ellos y estaba con su padre y con su novia mientras que a nosotros nos obligaban a estar solos.

¿Fue todo una farsa?

–Bueno… Yo no creo que fuese tan complicado identificarles. Yo hasta dudaría de que fuese Ricardo Guerra el que le asestó la puñalada mortal. Fue él quien pagó el pato al estar ya en la cárcel. Estaba todo más que apañado. Cuando nos enseñaron las imágenes de la ida en Anoeta, estaban todos los acusados y detenidos.

Muchos se fueron de rositas.

–Desde luego, todos los que nos atacaron iban a matarnos. Si te pillaban, te mataban. Sé que suena mal pero creo que podemos decir que tuvimos suerte de que solo mataran a Aitor. Pudo ser una auténtica matanza. Iban a por todas, a matar a granel. Luego recibíamos llamadas de amenaza en casa. La mayoría de ellas, de madrugada. Nos mandaban cartas con amenazas. Era un sinvivir, una pesadilla. Sentir miedo por la calle pensando que podían venir a buscarnos. Nos insultaban hasta los txapelas o trabajadores del Atlético. Imaginábamos que tenía que haber cámaras, pero desaparecieron todas. No había ninguna imagen del campo. Por aquel entonces estaba Jesús Gil y tenía mucho poder

No todos aguantaron esa inhumana presión…

–Hubo gente que dijo que no vio nada y que a día de hoy nunca más hemos sabido de ellos. Gente que era conocida y que ha desaparecido de nuestras vidas. Con el padre de Aitor tuvimos muchísima relación. Se le fue la vida con lo que pasó. Lo que sufrieron este hombre y su familia... Yo me sentía responsable de haber organizado ese viaje. Sé que no es mi culpa, pero…

¿Luego siguió viendo fútbol?

–Sí, bueno, a mí me gusta la Real más que el fútbol. Volví a viajar e incluso regresé a Madrid al Santiago Bernabéu pero sin nada txuri-urdin y ni hablaba por si acaso alguien reconocía el acento. De la peña como tal seguimos unos cinco o seis. Cuando sucedió todo, éramos más de veinte. Fue una de las mejores épocas de mi vida, unos momentos muy bonitos de recuerdos con la Real. Fue la mejor y la peor, vivimos las dos caras.

¿La Real se portó bien con ustedes?

–La verdad que no. Juantxo Trecet y Andoni Iraola, como personas, sí que estuvieron cerca de nosotros, pero desde el club fueron muy fríos. Cero. Sí que hubo peñas de la Real que se portaron de maravilla con nosotros.

Lo que pasó ese día no tuvo nada que ver con pelea de ultras.

–A nosotros nos contaron que en la ida les habían apedreado el autobús cuando volvían a Madrid. Esa era su justificación, pero nosotros no habíamos hecho nada. Aquello no fue una pelea de ultras. Fuimos a ver un partido de la Real y nos atacaron porque éramos vascos, veníamos de Gipuzkoa y estábamos muy mal vistos. A saco contra nosotros.

En Madrid algunos siguen diciendo que Aitor tenía vínculos con Jarrai.

–Me pone de muy mala gaita porque no saben quién era Aitor ni quiénes éramos nosotros o a qué fuimos allí. Nosotros de política, nada. Solo llevábamos las bufandas de la Real y los sombreros de copa grandes que trajo la cuadrilla de Aitor. Han pasado 25 años y lo recordamos como si fuera ayer. No hay una mañana ni una tarde que no lo hagamos. Forma parte de nosotros ya. Contarlo nos ha ayudado porque creemos que nunca se ha sabido lo que pasó de verdad. Incluso nos solemos juntar los 8 de diciembre para comer juntos. Solo los que fuimos en ese viaje, y ya no somos muchos porque muchos desaparecieron y otros simplemente prefieren olvidar.